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El progreso social, indiferente a la moral revelada que se propone el bienestar en el otro mundo por la abstinencia del bienestar en este mundo, es particularmente interesante a la moral humana, que se propone casi exactamente lo contrario, por cuya razón viene haciendo cesar progresivamente las iniquidades que aquélla había consentido o creado: la esclavitud, la servidumbre, los fueros, los diezmos y primicias, los privilegios hereditarios, el despotismo sacerdotal y el derecho divino, y levantando en su lugar el derecho y la justicia humanos que han obligado a los reyes a complementar la fórmula cristiana del poder: "por la gracia de Dios", con la fórmula racionalista: "por la voluntad del pueblo" y a las iglesias cristianas a ensanchar con un poco de ese "bienestar material", que el fundador consideraba incompatible con la "dicha celestial", el viejo programa de "bienestar espiritual", que es por lo menos igual en todas las religiones, desde que proviene de creerse, por la posesión de la verdad, en el camino de la salvación, mientras los demás están por la del error en la vía de la perdición, motivo de que todos los creyentes se sientan impulsados por la piedad a propagar sus propias creencias y a suprimir las ajenas, aunque sea matando, si pueden, a los que las profesan, pues lo propio de las religiones, dice Hubbard, es que "todos las consideran absurdas, salvo el que las cree"; seudo bienestar que por tantos siglos fue igualmente suficiente para cristianos, judíos y musulmanes, y que se torna insuficiente para los primeros en la medida en que el ejercicio creciente de la razón disminuye la credulidad y ensancha la sensatez humana.

Pereza del espíritu. Como el ejercicio de las facultades intelectuales y morales necesita la concomitancia de ciertas funciones orgánicas, la pereza tiene lugar en los actos del espíritu como en los del cuerpo. No es el espíritu quien se cansa, sino los órganos corporales que le sirven; pero el resultado viene á ser el mismo.

Á las ocho de la mañana, según la orden que dió el Alcalde, debían verificarse las elecciones, á las que Dios mediante, nos proponemos asistir. Quintas y elecciones en Sariaya. Adorno del salón. Las bangas. Los capitanes pasados, los cabezas reformados y los cabezas en ejercicio. Escrutinio de canutos. Preparación de una elección. Los muñidores de allá y los camisas por fuera de por acá.

Cinta le atendía y obedecía como debe hacerlo una esposa cristiana. Sus palabras y actos revelaban un deseo de olvidar, de hacerse agradable. Pero algo faltaba que había hecho dulce el pasado. Ulises, varón impetuoso, incapaz de cordura al lado de una mujer, impuso en las noches el ejercicio de sus derechos. Un sentimiento de tristeza y de vergüenza fué el obligado final de sus caricias.

Pero no se conformaba; quizás cada día la conformidad era menor... quizás veía con agrado en las lontananzas de su imaginación algo nuevo y desconocido que interesara profundamente su alma, y pusiera en ejercicio sus facultades, que se desentumecían después de una larga inactividad.

La capacidad de sentir, por el mero hecho de estar en ejercicio, se halla aplicada á la impresion: no se siente, cuando la facultad sensitiva no está en ejercicio; y no está en ejercicio, si no está aplicada á la impresion.

Calla y ten paciencia, que día vendrá donde veas por vista de ojos cuán honrosa cosa es andar en este ejercicio. Si no, dime: ¿qué mayor contento puede haber en el mundo, o qué gusto puede igualarse al de vencer una batalla y al de triunfar de su enemigo? Ninguno, sin duda alguna.

Yo no de dónde salían tantas guitarras; no pude comprender de qué estaban hechos aquellos cuerpos, tan incansables en el baile como en el ejercicio, ni de qué metal durísimo eran las gargantas, para ser tan constantes en el gritar y cantar.

Ese capitán tan valeroso que decís es mi mayor hermano, el cual, como más fuerte y de más altos pensamientos que yo ni otro hermano menor mío, escogió el honroso y digno ejercicio de la guerra, que fue uno de los tres caminos que nuestro padre nos propuso, según os dijo vuestra camarada en la conseja que, a vuestro parecer, le oístes.

¿De qué, don Melchor?... Usted ahora sabe cansarse de nada... He andado tanto estos días... y he dormido poco en las últimas noches. ¡Tu receta, Melchor, acuérdate! intercedió Ricardo, contra el cansancio, el ejercicio. , don Melchor, vamos; puede que hallemos algún animal que valga, porque a veces en tropas así sabe venir, «un repente», algún mestizo de sangre.