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Y luego añadió con cierta solemnidad: ¿ sabes quién es este cabayero, Eduvigis?... ¡Qué has de saber ! Pues es don Fernando Salvatierra, ese señor tan nombrao en los papeles, que defiende a los probes. El gesto de la vieja, al abandonar un instante la lumbre para mirar al recién llegado, fue más de curiosidad y asombro que de admiración.

Después recogía la chivata caída en el suelo, una larga pértiga de acebuche, que el jinete llevaba atravesada en la silla, para arrear a las reses que encontraba dentro de los sembrados. Mientras el viejo llevaba el caballo a la cuadra, Rafael se despojaba de los zajones, y entraba con la alegría de la juventud y del apetito despierto en la cocina de los viejos. Mare Eduvigis, ¿qué tenemos hoy?

Me paece que va pa largo. Salvatierra entró en la cocina del cortijo, dejando, al sentarse, una gran mancha del agua que chorreaban sus ropas. La señá Eduvigis, compadeciendo al «pobre señor», encendió apresuradamente en el hogar un fuego de leña menuda. Que sea buena la candela, mujer; que eso y mucho más se merece el forastero decía Zarandilla, orgulloso de la visita.

Y esta tierra nuestro, Rafaé, es como las muchachas que bajan de la sierra con el manijero. Van plagadas de la miseria que recogen en la gañanía; no se lavan la cara, comen mal; pero si las adecentasen, ya se vería lo bonitas que son. Una tarde de Febrero hablaban el aperador y Zarandilla de los trabajos del cortijo, mientras la señá Eduvigis lavaba la loza en la cocina.

El muchacho se parecía por lo bueno y lo guapo al único hijo que los viejos habían tenido; un pobrecito que había muerto siendo soldado, en tiempos de paz, en un hospital de Cuba. Todo le parecía poco a la seña Eduvigis para el aperador. Reñía al marido porque no se mostraba, según ella, bastante amable y solícito con Rafael.