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Este le escribía: «Transmito a usted inmediatamente el despacho que se acaba de recibir del cónsul helvético en Edimburgo. Ahora podremos, por fin, saber con precisión algo sobre el misterio de Ouchy.» Y con mano que la ansiedad hacía temblar, Ferpierre abrió la otra hoja, que decía: «Sor Ana Brighton vive en Stonehaven, Condado de Kincardine, Escocia.

La Revista de Edimburgo, encomiando a Fernán Caballero, supone que en Quevedo acabó nuestra literatura, y que después, hasta Fernán Caballero, nada hemos tenido digno de mentarse.

Nada mas curioso que ese conjunto de hábitos y costumbres á que da lugar en Alemania la existencia de algunas Universidades. En Lóndres y Edimburgo, como en Paris, Berlin, San-Petesburgo y Viena, las Universidades crean, sin duda, un movimiento que tiene su carácter particular, como el del barrio latino en Paris.

Recuerdo su última obra, que estremeció al mundo de polo á polo, por tratar de una cuestión grave, á saber: de si el Arcipreste de Hita tenía ó no la costumbre de ponerse las medias al revés, decidiéndose nuestro autor por la negativa, con gran escándalo y algazara de las Academias de Leipsick, Gottinga, Edimburgo y Ratisbona, las cuales dijeron que el célebre Carranza era un alma de cántaro al atreverse á negar un hecho que formaba parte del tesoro de creencias de la humanidad. ¿Pues y su disertación sobre los colmillos del jabalí de Erymantho, que fué causa de un sin fin de mordiscadas entre los más famosos eruditos?

Dice Carlyle que en una clase de la escuela de gramática de Edimburgo había dos muchachos: «John, siempre, hecho un brinquillo, correcto y ducal; Walter, siempre desarreglado, borrico y tartamudo.

El cochero de Currita, Tom Sickles, enorme tipo del automedonte británico, que pedía a voces el tricornio y la peluca empolvada, y se había sentado en Londres en el pescante del duque de Edimburgo, y en París en el de la princesa Matilde, dirigió los caballos corriendo a lo largo de la manifestación, por ver si adelantaba la cabeza de esta y podía entrar por la calle del Caballero de Gracia o por la de Peligros.

La Revista de Edimburgo habló del libro con desdén, y Byron contestó con su célebre sátira sobre los Poetas Ingleses y los Críticos de Escocia. Cumplía los veinticuatro cuando salió al público el primer canto de su poema Childe Harold. «A los veinticinco años», dice Macaulay, «se vio Byron en la cima de la gloria literaria, con todos los ingleses famosos de la época a sus pies.