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Después de dar algunos paseos por la estancia, hasta enfriarse, volvía junto a las llamas y se extasiaba contemplando otra vez las lenguas rojas de azulada punta, las quemadas astillas que caían del consumido leño con murmullo de hojas secas, y languidecían luego en la ceniza durmiéndose. Comía poco. No leía nada, y su única distracción era tirar al florete con su hermano.

Había salvado a la madre de la desesperación y a su hijo del abandono; gracias a ella, la pobre abandonada se había extinguido suavemente, sin odio y en la paz del perdón, encomendando su alma a Dios y su hijo a Liette, y durmiéndose confiando en los dos... Su confianza no debía ser defraudada.

Su rostro cetrino se coloreó con una aurora alegre. «¡Al diablo la muerte y sus miedos! ¿Iba un hombre honrado a pasar la existencia entera temblando por su llegada?... Podía presentarse cuando lo tuviese a bien. ¡Mientras tanto, a vivir!...» Y manifestó esta voluntad de vida durmiéndose en un poyo, con sonoros ronquidos que no lograban asustar a las moscas y avispas revoloteantes en torno de su boca.

Del crepúsculo á la luz En la tumba funeraria, Al pié de cristiana cruz, Levantaré la plegaria Que hizo en el clavo Jesus. Yo quisiera con mi lloro Este sepulcro regar, Poeta que tanto adoro, Sin que de tu sueño de oro Te pudiese despertar. La muerte es sueño profundo Descanso del viajador: Cuando yace moribundo, Durmiéndose en este mundo Despierta en otro mejor.

Por la noche nadie sabe qué hacer de su persona. ¿Hay aquí bailes, tertulias, teatros? ¿Reciben las familias? ¡Qué han de recibir! A las ocho de la noche se encierran a piedra y lodo, y las que no lo hacen.... Pase usted, y verá cómo están las niñas durmiéndose en la sala, muriéndose de fastidio y desesperación. ¡Separe usted los sexos, y ya verá usted, ya lo verá!

Después de tan satisfactoria conferencia, la señora de Aymaret volvió a su casa y se tendió en un sofá durmiéndose con sueño de justo. El día siguiente de estos sucesos era un lunes, y, por consecuencia, el de recepción en casa de Beatriz.

¡Qué tarde!... La sed de su trigo y el recuerdo de la multa eran dos feroces perros agarrados á su corazón. Cuando el uno, cansado de morderle, iba durmiéndose, llegaba el otro á todo correr y le clavaba los dientes. Quiso distraerse con el trabajo, y se entregó con toda su voluntad á la obra que llevaba entre manos: una pocilga levantada en el corral. Pero su trabajo adelantó poco.