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¡Caray! ¡si lo sabré yo! repitió el maestro Durand casi ofendido de la pantomima del antiguo grumete. Vamos, vamos, tranquilícese usted repuso éste , no es al cura a quien ha hecho esta donación. Aquí una pausa, y la extrañeza del maestro Durand se manifestó por un excesivo enarcamiento de sus cejas y por la absorción de un glorioso vaso de vino. Es dijo Grano de Sal , a la sobrina del cura, ¡eh!

, , ya lo , maestro Durand respondió prontamente Grano de Sal que temblaba a la idea de oír al ex artillero-cirujano-calafate comenzar de nuevo el relato de sus triples hazañas ; pero eso es más fuerte que yo, y se me parte el corazón cuando pienso que aun no hace un año estaba ese pobre señor Kernok allá abajo en su granja de Treheurel y que todas las noches fumábamos una pipa con él.

A su alrededor gemían otros heridos, confundidos todos sobre el suelo, esperando que el señor Durand pudiese abandonar el martillo por el cuchillo. ¡Voto a tal! tengo sed continuó el maestro Zeli ; me siento débil; apenas si oigo hablar nuestros cañones; ¿es que están constipados?

Como no había hecho testamento... ¿Cómo había de pensarlo? ¿Es que podía prever ese accidente? Usted le vio después... después de la cosa... ¿no es cierto, señor Durand? porque yo había ido a Saint-Pol. Seguramente que le vi.

¡Maestro Durand, balas! ¡La vía de agua! ¡Mi pierna! repetían voces confusas. Pero ¡con mil diablos! un instante; no puedo hacerlo todo; llevar balas arriba, reparar abajo una avería, curar vuestras heridas... Es preciso empezar por lo primero, y después se ocuparán de vosotros, montón de vocingleros; porque, ¿para qué sois buenos ahora? sois tan inútiles como una verga sin velas y sin relingas.

Pero, maestro Durand, vea usted que se llevan para el brick todos los palos y todas las vergas de recambio de la goleta. ¿Cómo vamos, pues, a navegar? Quizá por el vapor respondió el señor Durand, que no podía resistir el placer de hacer un chiste. ¡Cómo! Usted se va, maestro Durand, y vosotros también, camaradas. ¿Y nosotros? ¿y nosotros?... ¡Maestro Durand!... ¡Maestro Durand!

Yo, es diferente, muchacho; yo mezclo el aguardiente con vino, mientras que él lo bebía puro. ¡Ah!... respondió Grano de Sal poco convencido de la temperancia del señor Durand. ¡Toma! dijo éste , ahí tienes uno que morirá en la piel de un bandido, si es que no le desuellan vivo. Y señalaba a un hombre alto y delgado, con uniforme azul bordado, que atravesaba la plaza.

¡Y bien! ¡o vienen balas, o somos hundidos como perros! gritó Kernok al maestro Durand tan pronto como le vio aparecer sobre el puente. ¡No queda ni una! dijo el doctor rechinando los dientes. ¡Que mil millones de rayos se lleven al brick! ¡y no tener nada, nada, para recibir a los ingleses que van a abordarnos! ¡Mira! ¡voto a tal! ¡mira!...

Entonces el cura dijo algunas oraciones, que fueron repetidas a coro por los asistentes arrodillados, y luego todos se retiraron. Sólo quedaron Durand y Grano de Sal. Y el sol había desaparecido hacía ya rato detrás de las montañas de Tregnier, mientras que los dos amigos aun continuaban sentados cerca de la tumba de Kernok, mudos y pensativos, con la cabeza oculta entre las manos.

Todos esperaban que las puertas fuesen abiertas. Bien pronto llegaron Grano de Sal y el maestro Durand. A su vista todas las cabezas se inclinaron; ellos respondieron con un saludo protector a estas muestras de deferencia. Por fin, se abrió la puerta; y entre apreturas, empellones y codazos, cada cual se colocó en su sitio.