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Atendió con cuidado y no tardó en escuchar el sordo rumor de la muchedumbre y más tarde el canto fúnebre, desgarrador de los clérigos, casi debajo de los balcones. Entonces se levantó velozmente y alzó con discreción una de las cortinas. Y vio el ataúd, el ataúd negro y dorado flotando como una barca sobre la muchedumbre.

Reíansele los ojos, las facciones todas, y el sol, indiscreto cronista de los cutis marchitos, jugaba sin temor entre el dorado imperceptible vello que tapizaba las mejillas de la niña, tiñéndolas con tonos calientes de rancio mármol. Lucía esperaba que la hablasen, y su mirada lo pedía.

Puesto que no se encuentran moñas, llevaremos otra cosa. ¿Has visto por ahí, en el Prado y Recoletos, a un tío muy feo que lleva una cesta y en ella, puestos en cañas, formando como un gran árbol, multitud de molinillos de papel dorado y plateado y de todos los colores...? ¿sabes?, ¿molinillos que dan vueltas con el viento, y que los niños compran por dos o tres peniques?

Por fin ha habido una carta suya, dirigida esta vez al padre Tomás, a propósito de un volumen que no se encuentra en las librerías... Pero como el volumen me interesa poco, retengo sobre todo la frase en que el señor Baltet asegura que su viaje a Aiglemont ha sido su camino de Damasco, y que su sueño dorado sería llamar su mujer a aquella de quien conserva tan profundo recuerdo...

Atónita y embobada estaba la de Rufete, paseando su alma con las miradas por el interior de la hermosa cajita, y si bien la cantidad no era fabulosa ni mucho menos, por ser todos los billetes pequeños, la pobre joven, que tanto se dejaba llevar de la hipérbole, creía ver pasar por entre los dedos de Joaquinito Pez toda la corriente del dorado Pactolo.

Mordíase el joven el dorado bigotito, y no replicaba, la cabeza y los ojos bajos. ¿Qué vas a hacer, entretanto? preguntó la señora, recogiendo, con un movimiento de hombros, el mantón, que se caía. Y Quilito, fríamente, contestó: ¡No se incomode usted, que yo lo que debo hacer! Cogió un billete de veinte nacionales y pidió permiso para guardarlo.

Las sombras del crepúsculo empezaban a cubrir la ciudad, mientras que la bella y colosal estatua de bronce dorado, emblema de la fe, que se enseñorea en lo alto de la Giralda, resplandecía a los últimos rayos del sol, radiante y ardiente como la gloria de los grandes hombres que la pusieron allí, coronando la inmensa basílica.

Vaya, ciertísimo. ¿Y el padre es capaz de autorizar semejante casamiento? El padre tiene las agallas de un dorado... ¡Tres millones de duros valen la pena, qué diablos! Los comentarios que hacían a nuestro lado aquellos dos mozalbetes, recorrían sin duda los palcos y la cazuela.

-No -dijo creyendo a su imaginación, y esto, con voz que pudiera ser oída-; no ha de ser parte la mayor hermosura de la tierra para que yo deje de adorar la que tengo grabada y estampada en la mitad de mi corazón y en lo más escondido de mis entrañas, ora estés, señora mía, transformada en cebolluda labradora, ora en ninfa del dorado Tajo, tejiendo telas de oro y sirgo compuestas, ora te tenga Merlín, o Montesinos, donde ellos quisieren; que, adondequiera eres mía, y adoquiera he sido yo, y he de ser, tuyo.

¿Habría otro retrato en el cofrecillo? sería aquel otro el que besaba Amparo. Revolví, busqué y encontré otro retrato. Pero era un retrato de mujer, y tenía el marco negro. Yo estaba seguro de que el retrato que besaba Amparo estaba contenido en un medallón dorado. Aquel retrato era el mío.