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Su tocado revela algunos restos de antigua grandeza y cierta rudeza de carácter. Suspendidos de un clavo están en una de las paredes los arreos militares: el casco, las placas doradas, el sable, las pistolas de reglamento, como indicando que aquel hombre hizo uso de ellas en algún tiempo, y que ahora está retirado del servicio. El lector habrá comprendido que este hombre es mi padre.

No es ese placer moderado, decente, de alas doradas y azules, que se parece a una joven tímida y dulce; ese placer delicado que gusta de sacudir su cabeza fresca y rubia ante los mil espejos de un boudoir, o de desflorar con sus labios rosados una copa llena de un licor helado; ese sibarita, en fin, que no quiere a su alrededor más que flores, perfumes y pedrería, mujeres jóvenes y amables, música melodiosa y vinos exquisitos. ¡No, pardiez! se trata de ese otro placer robusto y bestial, de ojo de sátiro, de risa de demonio, que llena las tabernas y los bodegones, que bebe y se emborracha, muerde y desgarra, golpea y mata y después rueda y se retuerce entre los restos de una comida grosera, lanzando una carcajada que parece el aullido de un chacal.

Las paredes pintadas de blanco brillante, con medias cañas a cuadros doradas y estrechas, reflejaban los torrentes de luz que entraban por los balcones abiertos de par en par a toda aquella alegría.

¡Qué gran número de columnas, de arcos, de frescos, de obeliscos, de templos griegos, de propíleos, de dísticos en letras doradas sobre los frontones!

Otras veces no le sucedía esto, dormía a pierna suelta y despertaba en el momento oportuno. ¡Habría sido la tila! Volvió a encender luz. Cogió el único libro que tenía sobre la mesa de noche. Era un tomo de mucho bulto. «Calderón de la Barca» decían unas letras doradas en el lomo. Leyó.

Los parientes, ocupados en el reparto de la herencia y amenazándose con litigios, no se acordaban de sustituir con una lápida de mármol el trozo de hule con letras de cartón doradas que cubría la boca de la sepultura.

No solo siento amor por la naturaleza; siento entusiasmo y hasta delirio. ¿Cómo he de separarme sin dolor de estos lugares en que estan encerradas tantas y tan grandes bellezas? ¿Dónde he de volver á encontrar el horizonte de Granada? ¿dónde esas torres doradas que surgen del seno de las alamedas, esos cerros de nieve en que el sol refleja sus colores, esos arroyos que bullen entre el musgo de las ruinas?

El gato, espeluznado, la rondaba mimoso, y ella, lentamente, le pasaba la mano por el lomo. Ya no estaban los cielos azules, ni los campos verdosos, ni las horas doradas por el sol. La tarde, cargada de tristezas, subía por el valle con trabajo, luchando con la neblina y con la lluvia.

Aquel pueblo hambriento, que veía tan cerca á los poderosos arrastrando doradas carrozas, cubiertos de joyas, luciendo ricas telas y holgando siempre, mientras él gemía, alzóse formidable, con rugido de fiera, el mes de Marzo de 1521, y el día 8 se rompieron ya los diques del sufrimiento y se dispuso á ejecutar, sin que nada lo contuviese.

Este escudo resulta que es el de Sarrió, o por lo menos, el de su apellido. Pero mejor será que digamos que es el del propio Sarrió, toda vez que la tarjeta pone en el centro, con letras doradas, su nombre y apellidos. No cabe duda; son las armas de él.