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El que quiera persuadirse de la verdad de esta asercion, que se pasee un domingo por Paris despues de la una de la noche, ó cualquiera otro dia de la semana.

Observó, vigiló, espió los pasos de su familia con astucia sorprendente. Trascurrieron varios días sin que pudiese ejecutar su resolución, en forma que no se descubriese. Al cabo cierto domingo, hallándose apostado en uno de los portales de la calle Mayor, vio salir a las criadas de su hija con el pequeño Mario. Siguiolas de lejos hasta el Retiro.

Silas se sentó entonces y contempló a Eppie con una mirada satisfecha mientras que ella ponía el mantel limpio y colocaba sobre la mesa el pastel de patatas, recalentado lentamente en una terralla bien seca, encima del fuego que se apagaba insensiblemente y según el método prudente empleado el domingo.

Tal era, a lo menos, mi opinión, y no teniendo por qué guardar consideraciones al autor, cuyo nombre ignoraba, se la di a conocer a Domingo con la misma crudeza que ahora la escribo. He ahí juzgado al poeta, y bien juzgado, ni más ni menos que por él mismo. ¿Hubiera usted usado igual bravura si hubiese sabido que los versos eran míos? Absolutamente repliqué un poco desconcertado. Tanto mejor.

Llegado que fue el próximo domingo, Ramiro se engalanó como nunca y, a las tres de la tarde, fuese a visitar a don Alonso. La sangre, la imaginación, el orgullo tiraban en un solo sentido como los trapos de una barca en el viento.

Casi lo mismo les pasó al Reverendísimo Padre Fray Pedro Juan Nicolau, Lector Jubilado en Teología, Calificador del Santo Oficio y Ex-Provincial de esta doctísima Provincia de los Mínimos: Al Padre Sebastián Sabater Ex-Catedrático de Teología en este Colegio de Montesión, Calificador del Santo Oficio y Rector del otro Colegio de San Martín, que tiene en esta Ciudad la Compañía: Al Reverendo Padre Fray Agustín Papía Lector de Teología en su Religión de Santo Domingo y al Reverendo Padre Fray Pedro Aliaga, Predicador Capuchino y Maestro de Novicios en su Convento de Tarazona, destinados del Tribunal para asistir al otro pertinaz, llamado Rafael Benito Terongí.

Pero el que no existía ya, ¿había, siquiera, dado señales de vida? ¿Y en qué medida? ¿En qué época? ¿Había traicionado alguna vez su incógnito con algo más que dos libros anónimos e ignorados?... Tomé los dos libros que Domingo no había abierto; el título me era conocido.

En todo el mundo no hay nada más que un Mistral, el que sorprendí yo el domingo último en su lugarejo, con el sombrero de fieltro de alas anchas en la oreja, sin chaleco, de chaquetón, con su roja faja catalana oprimiéndole los riñones, brillantes los ojos, con el fuego de la inspiración en las mejillas, hermoso con su dulce sonrisa, elegante como un pastor griego, y caminando ligero, con las manos en los bolsillos componiendo versos.

Aunque algo avergonzado a causa de la risa que a Miguel le acometió, no tardó en reponerse y manifestarle cómo se estaba ensayando en los cambios, salidas y cuarteos, pues era uno de los banderilleros que el domingo debían trabajar en los Campos. Pero esa silla me parece que se debe aplomar algo en la suerte de palos dijo Miguel. Chico, no tengo otra cosa.

Caminaba con lentitud más bien como quien pasea, acompañado de dos hermosos perros de muestra, el uno épagneul de lana color leonado y el otro braque de pelo negro que recorrían el viñedo en torno de su amo. He ahí al señor Domingo que caza exclamó el doctor, reconociendo a lo lejos a su vecino. A poco resonó un disparo de escopeta y el doctor me dijo: El señor Domingo ha tirado.