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Se hacía agradable a sus clientes del bello sexo con la imparcialidad de un hombre de su posición, y en todas partes era el bien venido en su calidad de doctor por derecho hereditario.

El doctor por su parte se fue a su biblioteca y allí pasó mucho rato hojeando los libros de los profesores más eminentes del mundo; pero a cada momento movía la cabeza con cierto desaliento porque nada nuevo para él encontraba en todas aquellas obras.

Enterose el doctor de los propósitos del joven, poniendo freno con la exquisita benignidad del talento reflexivo a las exageraciones e instransigencias de la mocedad, y acogiendo las ilusiones y ensueños con la amable sonrisa de la duda a que le daba derecho su experiencia.

El mismo, en cierto modo, participaba de nuestra tristeza. La enferma llamó a Angelina, y le dijo: Niña: ven a platicar conmigo; mañana te vas, y acaso no volverás a verme, porque, desengáñate, hija, ¡mi mal no tiene remedio! El doctor dice que nervios; ¡pero yo no creo nada de eso! El mejor día sabrás que me he muerto.... Pero, niña, no hablemos de eso; siéntate aquí, a mi lado.

Los hombres y las mujeres coexistimos en la plaza pública. Vote usted, señora, imite usted a las matronas espartanas que se arremangaban las túnicas y declamaban en la ágora. ¡Mil votos por mi general! Señores, ¿quieren ustedes designar el siguiente candidato? preguntó el doctor. Por el doctor Trevexo, señores. Espero que todos me acompañarán a votar por él vociferó don Pancho.

El doctor contestó á su saludo alegremente. ¡Compañero! ¿ aquí?... Había llegado por la mañana en un tren lleno de obreros. Por supuesto, sin billete; los compañeros querían pagárselo, pero él había protestado, ocultándose para viajar sin que los burgueses le explotasen. ¿Y el mitin? preguntó Aresti. ¿No vas al mitin?

A saber cuándo llegaremos a Montevideo. Separáronse los tres, como si experimentasen la necesidad de hablar con otras personas después del mucho tiempo que llevaban juntos. El doctor se fue en busca de las damas de su familia, para contarles lo que había visto. Ojeda siguió adelante por la cubierta, en silencioso paseo.

El doctor asombrábase ante la firme convicción de su primo. Celebraba su optimismo: así, su dicha no correría peligro.

El trineo acababa de llegar a la otra vertiente de la montaña y volaba, como una flecha, en las tinieblas. Sólo turbaba el silencio el galope del caballo, la respiración anhelante de la escolta y, de vez en cuando, el grito del doctor: «¡Eh, Bruno! ¡Arriba, vamos

Y con la tenacidad de una mujer hastiada de su bienestar y falta de ocupaciones, se dedicó á proponer á Luis todas las jóvenes casaderas que conocía, enumerando sus méritos entre las risas y protestas del doctor. Un día, le habló con gran decisión. Ninguna le convenía como la pequeña de Lizamendi.