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El único lugar de la tierra que no tiene dueño dijo el doctor Zurita en un grupo . La única isla que no ha tentado la codicia de nadie... Cómo será, que ni a los ingleses se les ha ocurrido plantar en ella su bandera.

Y dirigiéndose á Pepita, añadió: Niña, vámonos. Bastantes atrocidades has oído. Dale gracias á tu padre, que te permite aprender en casa cosas tan horribles. Las dos mujeres salieron del despacho. Urquiola se levantó, dudando un momento entre seguirlas ó acometer al doctor.

Beatriz se quedó por un momento mirando a quien así la acariciaba. Reconociéndola al fin, dijo: «¡Rosita!», y le pagó sus besos con otros. Tal vez el curioso y paciente lector que conozca y recuerde la historia del doctor Faustino haya caído ya en quién era Rosita. Rosita parecía inmortal, según se conservaba. Lejos de perder con la edad, podíase asegurar que había ganado.

Aquí tenéis a mi mujer que, por el contrario, nunca tiene la respuesta en la punta de la lengua; desgraciadamente, si llego a ofenderla no deja de quemarme la garganta con pimienta al otro día, o si no me da cólicos con legumbres refrescantes. Es una venganza atroz. Y al decir esto, el ágil doctor hizo una mueca expresiva.

»DOCTOR. Alegrado me aveis con el acertado medio de vuestra inclinacion. Eligis la parte mejor para la comedia, ques la fabula. Quiere Horacio, aya en qualquier obra un cuerpo solo cōpuesto de partes verisimiles. Conviene para q

La villa estaba abierta para todos; nadie pensaba en impedirles su acceso. De la cercana Casa de Salud había acudido prontamente el doctor Bérard, quien sólo había podido comprobar la muerte instantánea.

Y, al mismo tiempo que hablaba, se apoderó de la mano lívida que colgaba y trató de levantarla. Su marido, más sensible, se había ocultado el rostro entre las manos y lloraba. El doctor no se dejó llevar por la emoción.

Doña Cristina tembló en el primer momento ante el silencio de su esposo. Le parecía escuchar la risa irónica del doctor Aresti, allá en las minas. Temía la explosión ruidosa del gigante que se veía ridiculizado por una mujer, que no era para él más que una administradora del hogar.

¿Sería posible -dijo Sancho-, maestresala, que agora que no está aquí el doctor Pedro Recio, que comiese yo alguna cosa de peso y de sustancia, aunque fuese un pedazo de pan y una cebolla? -Esta noche, a la cena, se satisfará la falta de la comida, y quedará Vuestra Señoría satisfecho y pagado -dijo el maestresala. -Dios lo haga -respondió Sancho.

¡Cómo habían cambiado en veinte años las cosas en Buenos Aires! ¡El doctor Trevexo, el hombre de más talento de su tiempo, el orador, el diplomático, el abogado y el periodista más hábil de la República, había desaparecido de la escena pública, y sólo habían transcurrido veinte años! Los tenderos de aquella época habían muerto o habían cerrado sus tiendas; ya no gobernaban la opinión pública.