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Las únicas personas que ni reían ni tomaban parte en la conversación eran el aya y la condesa. La primera no perdía de vista á los niños, regulando con señas imperiosas sus pasos y movimientos. La segunda no apartaba los ojos de las pardas montañas que tenía delante y deshojaba distraídamente una rosa que uno de los niños había arrancado de su tallo para ofrecérsela.

Sin embargo, puso a un lado los bizcochos y se sentó distraídamente triste e inconsciente del bien que pudieran hacerle los bizcochos, las letras y hasta la bondad de Dolly. ¡Ah! Si hay un bien en algo, lo necesitamos repitió Dolly, que no abandonaba fácilmente una frase útil.

El mar estaba fosforescente. Por todos lados las luces eléctricas marcaban el sitio de los barcos anclados y un viento tibio y ligero cantaba en las vergas. Innumerables estrellas bordaban el cielo en sus resplandores de oro pálido. La joven estaba mordisqueando una rosa y miraba al mar sin decir palabra. Jacobo, á su lado, escuchaba distraídamente una música que se oía á lo lejos en la oscuridad.

Distraídamente sacó una cigarrera de su bolsillo y tendiéndola hacia su compañero: ¿Quieres uno? dijo. No, gracias. Son exquisitos... Me gusta el tabaco sin perfume; el tuyo no puede ser apreciado por un plebeyo como yo. ¡Como quieras!... Jaime Aubry de Chanzelles conocía demasiado a su amigo para insistir.

Un día llegué á casa de Lea á eso de las cuatro y la encontré con el sombrero puesto y con aire preocupado. Me acercó la frente á los labios y me dijo distraídamente: Tengo que salir por una hora. Mi padre me envía un recado con un amigo suyo y es preciso que vaya hoy mismo á verle al Gran Hotel, pues se marcha mañana á Londres. Entonces me voy. Hasta la noche. No; quédate un momento.

El músico pareció despertar. ¿Atilio?... ¡Ah, ! Vivió conmigo unos días, pero se fué. Obsesionado aún por su prodigiosa combinación, habló distraídamente, sin conceder interés á sus palabras. Castro había manifestado deseos de vivir con él, se lo dijo un anochecer en el Casino, y Spadoni abandonó Villa-Sirena para acompañarle. Un amigo no puede hacer menos.

El tío se divertía, como hay Dios, oyendo a la sobrina cantar con su carita de Pascua estas atrocidades de la melancolía. «Vorrei moriré!», repetía la muchacha con acento de desesperación, saltando su voz sobre los trémolos del piano. ¡Vaya un aperitivo para antes de la comida! Doña Manuela hablaba a la criada distraídamente, oyendo aquella música que nunca podía comprender.

Pero por más que batieron las soledades, no pudieron encontrar ningún descendiente vivo de la fauna prehistórica. El marino la escuchó distraídamente, pensando en algo que atenaceaba su curiosidad. ¿Y usted cómo se llama? dijo de pronto. Las dos mujeres rieron de esta pregunta, que resultaba cómica por lo inesperada. Llámeme Freya. Es un nombre de Wágner.

Cuando usted guste, caballero le dijo al cabo un muchacho pálido, con ligero bigote negro, volviendo el asiento de gutapercha y mirándole de través. Pablito avanzó distraídamente y se dejó caer en la butaca con esa languidez elegante que adoptan en las peluquerías aquellos a quienes la Providencia señaló con un destello de superioridad. El chico le embadurnó la cara con jabón.

Este grito de alarma lo el apuntador, el traspunte, el racionista, que, distraídamente, se detuvo á mirar por el agujerillo del telón de boca, cualquiera... Tratándose de esto, ningún «hombre de teatro» se equivoca. Si le preguntásemos al que lo dice el «por qué» de su afirmación, probable sería que no supiese contestarnos.