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¡Bien dicho, bien dicho! exclamó el buen Sr. Wilson. Yo temía que la mujer pensaba solo en hacer de su hija una saltimbanquis. ¡Oh! no, no; continuó Dimmesdale. La madre, creédmelo, reconoce el solemne milagro que Dios ha operado en la existencia de esa criatura.

Un gran número de individuos, y muchos de ellos dotados de sensatez, y observadores prácticos, cuyas opiniones en otras materias hubieran sido muy valiosas, afirmaban que el aspecto externo de Rogerio Chillingworth había experimentado un notable cambio desde que se había fijado en la población, y especialmente desde que vivía bajo el mismo techo que Dimmesdale.

Todos estos ministros, por lo demás muy apostólicos, carecían de ese don divino de una lengua de llamas. Vanamente habrían procurado, dado el caso que lo intentaran, expresar las verdades más sublimes por medio de voces é imágenes familiares. Probablemente que á esta clase pertenecía el Sr. Dimmesdale tanto por temperamento como por educación.

Aquellos que estaban más familiarizados con los hábitos y costumbres de Dimmesdale, creían que la palidez de sus mejillas era el resultado de su celo intenso por el estudio, del escrupuloso cumplimiento de sus deberes religiosos, y más que todo de los ayunos y vigilias que con tanta frecuencia practicaba para impedir que la materia terrenal obscureciera ó disminuyese el brillo de su lámpara espiritual.

Dimmesdale, como llega para la mayoría de los hombres en sus varias esferas de acción, aunque con frecuencia demasiado tarde, una época de vida más brillante y llena de triunfos que ninguna otra en el curso de su existencia, ó que jamás pudiera esperar.

Y con esto, todo quedó dicho. Arturo Dimmesdale fijó los ojos en Ester con miradas en que la esperanza y la alegría brillaban, seguramente, si bien mezcladas con cierto miedo y una especie de horror, ante la intrepidez con que ella había expresado lo que él vagamente indicó y no se atrevió á decir.

Seguramente la venerable hechicera había oído también el grito del Sr. Dimmesdale y creyó que era, con la multitud de sus ecos y repercusiones, el clamor de los demonios y de las brujas nocturnas con quienes, como es sabido, tenía la costumbre de hacer excursiones á la selva.

Pero eso es una bicoca, para quien sabe lo que es el mundo, ¿Pero este ministro? ¿Podrás decirme con seguridad, Ester, si es el mismo hombre á quien encontraste en el sendero de la selva? No me corresponde á hablar con ligereza de un ministro tan piadoso y sabio como el Reverendo Sr. Dimmesdale.

Poco acostumbrada, en su largo aislamiento y estado de segregación de la sociedad, á medir sus ideas de lo justo ó de lo injusto según el rasero común, Ester vió, ó creyó ver, que había en ella una responsabilidad respecto á Dimmesdale, superior á la que tenía para con el mundo entero. Los lazos que á este último la ligaron, cualquiera que hubiese sido su naturaleza, estaban todos destruídos.

Dimmesdale cuando en cumplimiento de su promesa pidió al anciano Rogerio Chillingworth los auxilios de su profesión, estaría contento con que mis labores, y mis penas, y mis pecados, terminaran pronto junto con mi existencia, y lo que en es terrenal se enterrase en mi sepultura, y lo que es espiritual me acompañara á mi morada eterna, antes que poner á prueba vuestra habilidad en beneficio mío.