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Al acercarse la hora indicada, tomó de la mano á Perla, su constante compañera, y partió en busca del Sr. Dimmesdale. El camino no era más que un sendero que se perdía en el misterio de una selva virgen, tan espesa que apenas podía entreverse el cielo al través de las copas de los árboles. Ester la comparó á la soledad y laberinto moral en que había estado ella vagando tanto tiempo.

Dimmesdale pensaba en su sepultura, se preguntaba si sería posible que la hierba creciera sobre ella, puesto que allí había de enterrarse una cosa maldecida. ¡Es inconcebible la angustia de que le llenaba esta veneración pública!

Aquel tierno capricho, tan poco común en el carácter de Perla, no duró mucho tiempo: se echó á reir, y se fué á lo largo del vestíbulo saltando tan ligeramente, que el anciano Sr. Wilson se preguntó si había tocado el pavimento con la punta de los pies. Este pequeño traste tiene en algo de hechicería, le dijo á Dimmesdale: no necesita del palo de escoba de una vieja para volar.

Pobre mujer, dijo con cierta bondad el anciano eclesiástico, la niña será muy bien cuidada, tal vez mejor que lo que puedes hacer. Dios la confió á mi cuidado, repitió Ester esforzando la voz. No la entregaré. Y entonces, como movida de impulso repentino se dirigió al joven eclesiástico, al Sr. Dimmesdale, á quien, hasta ese momento apenas había mirado, y exclamó: ¡Habla por !

Dimmesdale, la enfermedad es muy extraña; no tanto en misma, ó en su manera de manifestarse exteriormente, á lo menos hasta donde puedo juzgar por los síntomas que me ha sido dado observar.

Y él mismo, mostrándose bajo un falso aspecto, se convierte en una sombra, ó acaso cesa de existir. La única verdad que continuaba dando al Sr. Dimmesdale una existencia real en este mundo, era la agonía latente en lo más recóndito de su alma, y la no disfrazada expresión de la misma en todo su aspecto exterior.

Dimmesdale con reposado acento, como si hubiera estado discutiendo este asunto consigo mismo. Si es capaz de algo bueno, no lo . Probablemente la niña oyó la voz de estos hombres, porque alzando con inteligente y maliciosa sonrisa los ojos hacia la ventana, arrojó uno de los capullos espinosos al Reverendo Sr. Dimmesdale, quien con nerviosa mano y cierto temor trató de esquivar el proyectil.

¡Oh Ester! exclamó Arturo Dimmesdale cuyos ojos brillaron un momento, para perder el fulgor inmediatamente, á influjos del entusiasmo de aquella mujer, ¡oh Ester! estás hablando de emprender la carrera á un hombre cuyas rodillas vacilan y tiemblan. ¡Yo tengo que morir aquí!

La sola proximidad de este enemigo, bajo cualquiera máscara que quisiera ocultarse, era ya suficiente para perturbar un alma tan delicadamente sensible como la de Arturo Dimmesdale.

Arturo Dimmesdale la miró un instante con toda aquella violenta pasión que, entrelazada de más de un modo á sus otras cualidades más elevadas, puras y serenas, era en realidad la parte á que dirigía sus ataques el enemigo del género humano, y por medio de la cual trataba de ganar todo el resto. Nunca hubo en su rostro una expresión de cólera tan sombría y feroz como la que entonces vió Ester.