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Tomaba su voz inflexiones de piadoso cariño, al mismo tiempo que las comisuras de su boca se dilataban en un rictus de cólera. Se puso el sombrero y salió. Desde lo alto de la escalinata pudo ver la calle enteramente solitaria. Toda la gente del pueblo estaba en los alrededores del parque improvisado.

Quiero ver desde esas puras estrellas que ocultas con tu presencia a esta mísera tierra encadenada a su feroz egoísmo, a su tristeza y oscuridad... Un estremecimiento de anhelo sacudía, el cuerpo del escultor. Su faz parecía iluminada por una luz inmortal: sus nervios se dilataban por la emoción: en sus ojos extáticos, clavados en el cielo, temblaba una lágrima.

La inclinaba sobre el hombro derecho, al mismo tiempo que sus ojos seguían mirando hacia la izquierda con una fijeza inquietante, como si contemplasen algo que la infundía pavor. Las pupilas se dilataban; la boca entreabríase con el temblor de las mandíbulas o se cerraba oprimiendo la lengua.

La piel erizábase de gotas de sudor; los pechos se dilataban, como si no encontrasen aire. ¡Vino y más vino! Para el calor no existía remedio más acertado: era el verdadero refresco andaluz. Batiendo palmas unos, y chocando otros las botellas vacías, como si fuesen palillos, jalearon las famosas sevillanas de María de la Luz y el señorito.

La pálida claridad del alba naciente entró en la habitación. Acostado en su lecho, el enfermo dormía; sus rasgos, momentos antes contraídos por el sufrimiento, se dilataban poco a poco; la respiración era menos jadeante, más regular.

Nébel, al verla de nuevo, sintió que sus ojos se dilataban para sorber en toda su plenitud la figura bruscamente adorada. Esperó con ansia casi dolorosa el instante en que los ojos de ella, en un súbito resplandor de dichosa sorpresa, lo reconocerían entre el grupo. Pero pasó, con su mirada fría fija adelante.

Los pájaros familiares habían huido de los árboles y piaban sobre los tejados en donde vibraba el sol. Murmullos de multitud quebrantaban el largo silencio de doce meses, alegrías extraordinarias dilataban la fisonomía del viejo colegio, los tilos lo perfumaban con agrestes aromas. ¡Cuánto habría dado por ser libre y dichoso!

Los estómagos, encogidos hasta entonces por la ruda novedad de la navegación, se dilataban con voluptuoso desperezo, admirando en el comedor las prodigalidades del servicio.

Sus mejillas se coloreaban fuertemente, los labios se encendían, las narices se dilataban, los ojos adquirían una expresión de olímpico orgullo, y todo su cuerpo se estremecía al soplo de la ira. Miguel permanecía aterrado, y al propio tiempo embelesado ante ella.

El envidioso asombro que aquellos muebles le inspiraban, se traducía en movimientos nerviosos y gestos desabridos; desparramaba las miradas por la estancia, y en seguida se le contraían los labios y se le dilataban las ventanas de la nariz. ¿No era una desesperación que andando por el mundo hombres capaces de gastarse aquello, hubiese mujeres como ella que, aun siendo pródigas de su cuerpo, tenían que vivir entre hambre y remiendo?