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Cuando salvamos la barra y aparecieron las risueñas riberas de Paulliac, con sus castillos bañados por el último rayo de sol, sus viñedos trepando alegres colinas... la hermana de caridad llevaba sus dos manos al pecho, oprimía la cruz y levantando los ojos al cielo, rendía la vida en una suprema y muda oración... Cuando la noticia, que corrió a bordo apagando todos los ruidos y extinguiendo todas las alegrías, llegó a mis oídos, sentí el corazón oprimido, y mis ojos cayeron sobre estas palabras de un libro de Dickens, que, por una coincidencia admirable, acababa de leer en ese mismo instante: «No es sobre el suelo donde concluye la justicia del cielo.

El último trasto que se saca, casi siempre una silla, cuyos pies desiguales le dan cierto aire de grotesca melancolía, ante el cual sólo el pincel de Dickens es capaz de levantar el poema que surge de la observación sentimental de los objetos. ¡Qué momento ese, en que el último, después de dejar desiertas las habitaciones, cierra la puerta de la calle tras de ! ¡El eco cavernoso responde entre los ángulos de los cuartos abandonados, el eco solo, voz solemne de lo vacío, de la soledad, de las tumbas!

Aunaba, al candor de Carlos Dickens, la precisión de Víctor Hugo. Odiaba el estilo misoneico y la poesía macróstica. Admiraba más a Martos que a Castelar. Para sus compañeros y admiradores era inofensivo como la malva; para sus enemigos, venenoso como el quedec. Polígloto, enciclopédico, polílogo.

Quiso la suerte que le diera por escribir, y entonces este hombre hizo lo que debieran hacer todos los que se sienten con vocación o que creen sentirla: se inspiró en un ambiente donde había vivido por muchos años, y copió, o mejor, idealizó costumbres y figuras de ese ambiente, con tanto arte y tanto talento que dejó admirado al mismo Dickens cuando este gran novelista inglés leyó por primera vez Los Desterrados de Poker Flat.

Al volver a casa la onda, venía radicalmente desfigurada: en el paso por Albión habíanle arrebatado la socarronería española, que fácilmente convirtieron en humour inglés las manos hábiles de Fielding, Dickens y Thackeray, y despojado de aquella característica elemental, el naturalismo cambió de fisonomía en manos francesas: lo que perdió en gracia y donosura, lo ganó en fuerza analítica y en extensión, aplicándose a estados psicológicos que no encajan fácilmente en la forma picaresca.

No qué me hizo más impresión, si la noticia en misma o la manera cómo la recibí. En 1870, al subir a bordo el práctico que debía introducirnos en el puerto de Southampton, nos dijo, al ser interrogado sobre las novedades: «Carlos Dickens ha muerto». A mi regreso, en 1871, supe también por un práctico, en un puerto de tránsito, la muerte de Alejandro Dumas.

Desalojaron a Dickens y a Cervantes, que, por falta de espacio, tuve que desterrar en el sótano. Me apechugué a mis libros con la avidez del náufrago que se ase a una tabla de salvación. Leí concienzudamente los mejores, entre ellos uno que tenía un prólogo de Alfred Capus. El aplaudido dramaturgo francés recomendaba el bridge en entusiastas párrafos.

Pero los de otros novelistas españoles, como Mateo Alemán, Vicente Espinel, Vélez de Guevara; Céspedes, etc., á menudo nos fatigan por lo deshilvanados, ya que no por lo desabridos... Y lo mismo sucede, á pesar de su excelencia, con las novelas de algunos escritores extranjeros, como Richardson, Fielding, Dickens, Juan Pablo Richter, etc.