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Quiero, á fe de pluma de origen divino, examinar cómo y por qué se mueven esos astros; á qué distancia están unos de otros; qué tamaño y qué cantidad de agua tienen los mares; qué hay dentro de la tierra; cómo se hacen la lluvia, el rayo, el granizo; de qué diablos está compuesto el sol; qué cosa es la luz y qué el calor, etcétera, etc. Me da la gana de saber todas esas cosas.

No vuelvo de mi sorpresa. ¿Qué diablos quieren decir la carta de Funes, y luego la charla del médico? Confieso no entender una palabra de todo esto. He aquí las cosas. Hace cuatro horas, a las 7 de la mañana, recibo una tarjeta de Funes, que dice así: Estimado amigo: Si no tiene inconveniente, le ruego que pase esta noche por casa. Si tengo tiempo iré a verlo antes. Muy suyo Luis María Funes.

Y volviéndose después a Jacobo, un poco pálida, pero perfectamente serena, añadió sin abandonar la ventana: ¡Creí que se mataba!... ¡Con estos diablos de niños no se gana para sustos! Jacobo habíase quedado aplanado en su asiento, y tartamudeó entonces: ¿Tienes aquí a Monina?... ¿Pues no la había de tener?... ¿Quién me separa a de mi niña?... ¿ no la conoces?... ¿Quieres verla?...

Su afectísimo amigo, ¿Suicidarte? ¿Pero comprendes bien lo que dices? Y en definitiva, ¿para qué debo vivir? ¿Qué misión me espera? ¿Qué ideal puede estimularme ya?... No te diré cuál es la razón filosófica de tu existencia, porque la ignoro; pero, puesto que vives, ¡vive! qué diablos. Como cualquier animal...

Pido la palabra dijo el que estaba a su lado. ¿Quién diablos se la ha de dar a Vuestra Excelencia dijo entonces el presidente amoscado, si nadie la tiene? Recuerdo a Su Excelencia dijo el notario, que en el orden del gobierno de Su Majestad Imperial no se puede pedir la palabra, y que es frase mal sonante: o hablar de pronto, o no hablar.

Confesemos decía que los españoles fueron unos heroicos desalmados, lo peor de cada casa, y que, cuando el descubrimiento y la conquista, hicieron infinidad de barbaridades; pero confesemos también que los indios en su mayor parte estaban empecatados y entregados a todos los diablos.

Sus ojos, negros como los de su hija, tenían un fuego singular é indefinible, como si todas las pasiones del cielo y de la tierra y todos los sentimientos de ángeles y diablos hubiesen concurrido á crearle.

Decía esto Sancho por don Fernando, que, como tan señor, debía de oler a lo que Sancho decía. -No te maravilles deso, Sancho amigo -respondió don Quijote-, porque te hago saber que los diablos saben mucho, y, puesto que traigan olores consigo, ellos no huelen nada, porque son espíritus, y si huelen, no pueden oler cosas buenas, sino malas y hidiondas.

Y cátate que cuando más distraído estaba, deslumbrada la vista por los resplandores del Cabildo y de la Catedral, sintió a su espalda el galopar violento de soberbio tronco y al volverse, vió a Quilito, a su hijo, seguir, pegado a la pared, el carruaje que pasaba. ¿Quién diablos iba en aquel carruaje?

Mirábase Sancho de arriba abajo, veíase ardiendo en llamas, pero como no le quemaban, no las estimaba en dos ardites. Quitóse la coroza, viola pintada de diablos, volviósela a poner, diciendo entre : -Aún bien, que ni ellas me abrasan ni ellos me llevan. Mirábale también don Quijote, y, aunque el temor le tenía suspensos los sentidos, no dejó de reírse de ver la figura de Sancho.