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Este hombre era don Francisco de Quevedo y Villegas, gran filósofo, gran teólogo, gran humanista, gran poeta, gran político, gran conspirador, caballero del hábito de Santiago, señor de la torre de Juan Abad, epigrama viviente, desvergüenza ambulante, gran bufón de su siglo, que acogía con carcajadas convulsivas las verdades que le arrojaba á la cara.

No tengo tanta imaginación como usted, pero alguna respondió el general un poco molestado por la risa que la frase de Pepa había producido. Esta Pepa era una mujer que gozaba fama de chistosa en sociedad, aunque realmente su gracia se confundía a menudo con la desvergüenza.

¡Vaya una grasia mohosa!... Pero, hombre, ¿tienes la desvergüenza de quejarte? ¿De cuándo acá el pie de una andaluza puede hacer daño al de un gallego? Y era verdad. Aunque sus pies diminutos hubieran bailado sobre los míos, creo que no me harían daño. Por otra parte, nadie reparaba en nosotros, y podíamos bailar lo mal que quisiéramos sin llamar la atención.

El catalán sonreía de un modo beatífico, acabando de decir esto. Un silencio lúgubre siguió a sus palabras. Quién más, quién menos, todos estábamos irritados de tal desvergüenza, y teníamos los ojos puestos en el plato. Al cabo de algunos segundos, Cueto levantó la cabeza, y encarándose con él, le preguntó con impertinencia: Oiga usté, señor Llagostera, ¿su padre de usté era de Cabra?

Ella temía la desvergüenza del fraile, y el fraile el genio violentísimo de ella. De este miedo mutuo nacía el que se tratasen por lo común con extremada finura y con el comedimiento más exquisito y circunspecto, á fin de no terminar cualquier coloquio en pelea ó disputa.

Creció ya la desvergüenza Desta bárbara canalla, Y es lo mejor atajalla En los pasos que comienza Que en los fines remedialla. Todos sois fuertes soldados, Todos hidalgos y hallados En famosas ocasiones: Aquí son, con las razones, Los consejos escusados. Deseo hacer una presa Con que enviar a Fernando, Que siempre me está obligando, Algún fruto desta empresa; Que ha mucho que estoy callando.

No dónde habrá aprendido tales mañas. Es una risa... Una tarde que les llevé a que les viera Su Majestad... ¡bochorno mayor no he pasado en vida! No había medio de hacerles hablar una palabra: de repente, este bribón se planta, mira a la Reina con la mayor desvergüenza del mundo, y alargando su manocita... «dame cuartos». Su Majestad rompió a reír. Bien, señorito precoz, toma cuartos.

Y el muy imbécil tal vez se divertiría, tal vez estarían con él las hermanitas, y todos juntos mirarían con desprecio a la gente que se pasea por bajo, sin pensar que de allí podría salir un acusador anónimo que les gritara: «¡Todo ese lujo, esa altivez que ostentáis, son debidos a la trampa, a la desvergüenza, a que vuestra madre es una...!»

Á mi se me ha metido en la cabeza que ese chico te quiere, que ha sabido que yo venía á pasar aquí un mes, que ha oído decir que yo era viejo, y, con estos datos, el insolente ha supuesto lo demás. Don Fadrique decía todo esto con risa, para embromar á su sobrina; y, aunque dudoso de su recelo, algo picado de la desvergüenza del poeta, que por otra parte no había dejado de caerle en gracia.

La conmemoración más grande del mundo cristiano se celebra con el desencadenamiento de todos los apetitos. Hasta el arte se encanalla. Los teatros dan mamarracho, o la caricatura del Gran Misterio en nacimiento sacrílegos. Los cómicos hacen su agosto; la gente de mal vivir, hembras inclusive, alardea de su desvergüenza; los borrachos se multiplican.