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Algunas entraban hasta el medio con almadreñas, produciendo verdadero estrépito al caminar sobre el embaldosado pavimento; las más se despojaban de ellas a la puerta y las traían en la mano. Un clérigo anciano, con sobrepelliz, subió al púlpito, que estaba cubierto con paño de tisú de oro.

Toda deformidad moral, todo vicio, toda dolencia, la fealdad física, las enfermedades, la miseria, el dolor y la muerte se despojaban en su pensamiento de horror y de amargura al considerar que deben sufrirse por el amor de Dios, y desvanecerse y disiparse, como la oscuridad de la noche cuando aparece la aurora, ante la esperanza de lo trascendente y de lo ultramontano.

Era el ardor del neófito que asusta al maestro, la audacia del renegado que quiere borrar con tremendas exageraciones el recuerdo de su historia. Además, se creía con derechos absolutos sobre la persona y los bienes de su catequista, y miraba con hostilidad a la pareja que vivía con el señor Vicente, sospechando que le despojaban de una parte de lo que consideraba como suyo.

No le siguieron los otros, pero antes de alejarse gran espacio oyó las voces de socorro que daba la vieja, detenida en medio del camino por ambos bribones, que la despojaban apresuradamente de las monedas que él le había dado, de su mantón de lana y de la cestilla que en la mano llevaba.

Llegaban parejas de aspecto distinguido, acostumbradas á la vida de los salones, vestidas con elegancia, y revueltas con ellas vió pasar á varios jóvenes de abundosa cabellera, que llevaban frac lo mismo que los otros invitados, pero se despojaban de paletós raídos ó con los forros rotos.

A más de mediodía volvió la custodia a la Primada. Gabriel, al pasar junto a la puerta del Mollete, vio adornados los muros exteriores con los famosos tapices. Terminados los cánticos de despedida, los sacerdotes se despojaban rápidamente de sus vestiduras, buscando la puerta a la desbandada, sin saludarse. Iban a comer más tarde que de costumbre; aquel día extraordinario turbaba su existencia.

Desnoyers presenció cómo los artilleros los despojaban rápidamente de sus arneses, volteándolos hasta sacarlos del camino para que no estorbasen la circulación. Allí quedaban, mostrando su esquelética desnudez, disimulada hasta entonces por los correajes, con las patas rígidas y los ojos vidriosos y fijos, como si espiasen el revoloteo de las primeras moscas atraídas por su triste carroña.

Los de San Angel, desde que salieron de su pueblo, ya venian enfurecidos, y cuando encontraban á los Miguelistas, los despojaban de los caballos y armas, en venganza, decian, de que en sus tierras habian perecido tantos de sus parientes: y habiéndose ido al pueblo, que poco se habia quemado en la montaña, allí se arrancharon; y aunque repetidas veces se les pidió, y convidó á que se uniesen con la demas gente que estaba en Santa Catalina, no se pudo conseguir.

Los que estaban más lejos, espantados por el fenómeno, arrojaban las armas y se despojaban de sus bolsas de municiones, viendo en el propio equipo militar un peligro de muerte. Los oficiales, impulsados por el orgullo profesional, gritaban: «¡Adelante!», pero el revólver estallaba en su diestra, llevándoles la mano y el brazo.

Era un día de otoño muy melancólico; el cielo estaba obscuro; lloviznaba; los cuervos pasaban graznando por el aire. Los árboles se despojaban de sus hojas rojizas y amarillas, cubriendo el campo con ellas; las ráfagas de viento las llevaban de acá para allá por el camino; había un olor otoñal de hierba marchita, de helecho mojado y de hojas húmedas.