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Bebiendo sólo en la fuente de la tradición y de la historia nacional, convirtió en presente el tiempo pasado, tan activo y tan rico en formas, ofreciéndonos los héroes de otras épocas con la más viva realidad, y las tradiciones semi-míticas de los tiempos casi primitivos como hechos é historia de siglos posteriores, ya mejor conocidos; infundió nueva y animada vida á las bellas tradiciones de los combates y aventuras caballerescas de amor y traición, de galantería y rendimiento y de enemistades y de odios; por medio de imágenes, de caracteres férreos é incontrastables, de crímenes y de virtudes extraordinarios y hasta monstruosos, que se despeñaban desde la cima del poder y de la grandeza, conmovía y levantaba el ánimo de los espectadores, poniendo ante sus ojos esa continua alternativa de felicidad y de desdicha, patrimonio temeroso é inevitable del destino de los hombres sobre la tierra.

Los peones, calados hasta los huesos, con su flacura en relieve por la ropa pegada al cuerpo, despeñaban las vigas por la barranca. Cada esfuerzo arrancaba un unísono grito de ánimo, y cuando la monstruosa viga rodaba dando tumbos y se hundía con un cañonazo en el agua, todos los peones lanzaban su ¡a...ijú! de triunfo.

Las crecientes de las sierras se despeñaban por las quiebras desesperadamente, convirtiendo en mar el río que caminaba por aquellas hondas negruras del Tajo, donde y en lo más alto se alzaba el puente destruído.

Y siguiendo en su manía de recargar las cosas, como viera correr por la calle zanja aguas nada claras, que eran los residuos de varias industrias tintóreas, al punto le pareció que por allí abajo se despeñaban arroyuelos de sangre, vinagre y betún, junto con un licor verde que sin duda iba a formar ríos de veneno. Alzose con cuidadosa mano las faldas, y avanzó venciendo su repugnancia.

Era aquella naturaleza agreste y sombría, y hacíanla pavorosa los muchos saltos de agua que se despeñaban de los riscos, el continuo lamentar de la corriente del río detenida por las peñas y la falta de sol que ocultaban ya en aquella hora las dos altas montañas. Currita, sentada en el pescante, sombría como la naturaleza y no como ella en calma, daba vueltas en su memoria a la carta de Loyola.

Le faltaban a la pobre aquellos estampidos de la borrasca en la boca de la chimenea, que arrojaban sobre los recogidos llares costras de hollín tan grandes como la palma de la mano; aquel redoblar de los granizos en las puertas y en las ventanas de la casona; aquel chorreo incesante de los goteriales del tejado, y aquel fluir de los aguaceros por patios y corraladas, en regatos espumosos que se despeñaban después por los declives de afuera buscando el río que ya no cabía en su cauce.