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Una hora larga hacía que la joven conversaba con el Amado de su corazón, sin que ningún pensamiento terrestre se deslizase en su arrobado espíritu. Nunca se sintiera tan abstraída y despegada de la carne y de los intereses mundanos. Todo el calor de su cuerpo se había refugiado en el corazón, que latía con inusitado brío. Tenía los ojos cerrados.

La misma Laura, que pudiera ver en él tristes analogías, no fijaba la atención. Pocas veces se la vió tan risueña y despegada de malos pensamientos. Con la boca entreabierta, los ojos brillantes y el vaivén incitante de su cuerpo garrido, parecía otra Laura evocada y traída de los abismos del tiempo por aquel ritmo primitivo. ¡Ay, que su amigo l'espera ¡Ay, que su amigo l'aguarda!

De lo que nadie tenía pleno conocimiento era de la precaria situación a que se veía reducido el ex miliciano mujeriego. La mudanza de tienda y calle no fue para él venir a menos, sino llegar a casi nada, por lo cual Carola empezó a mostrársele despegada y arisca, tanto como antes fue apasionada y pegajosa.

Habían vivido un año en su castillo, en plena campiña rusa con la fastuosidad del boyardo, paseando su amor fresco, insaciable y sin cesar renovado, por entre los embrutecidos mujiks que contemplaban a aquella mujer hermosa, envuelta en pieles blancas y azules, con la misma devoción que si fuese una virgen despegada del fondo dorado del icona.

Nuestra joven hubiera preferido para los efectos de su salvación tener un padre bárbaro y tirano que la mandase con dureza, o una madre despegada o una hermana envidiosa que no la dejase vivir, pues ninguna santa se había librado de padecer persecuciones dentro de su familia, al decir de las historias que leía.

Toledo lo vió de pronto con un profundo corte en la frente; luego creyó distinguir que una de sus orejas estaba medio despegada del cráneo. Aquel gato salvaje de las estepas se escurría bajo su sable. Nadie osaba intervenir; el duelo era sin misericordia, sin descanso, sin otra condición definida que la muerte de uno de los dos.

Estos recuerdos le hacían volver los ojos á una mole que avanzaba en el mar, azuleada por la distancia, despegada de la tierra á la simple vista, como un islote enorme. Era el promontorio coronado por el Mongó, el gran promontorio Ferrario de los geógrafos antiguos, la punta más avanzada de la Península en el Mediterráneo inferior, que cierra por el Sur el golfo de Valencia.

Y como esto llovía sobre mojado, porque hacía ya bastantes días que la encontraba despegada, distraída, la picadura era más viva. Castro no estaba enamorado de la esposa de Osorio. Era incapaz de enamorarse. Pero tenía una idea extraordinaria de sus dotes de conquistador y, como consecuencia, un amor propio exagerado.