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Sabe que el fantasma que acaba de cruzar al alcance de sus perdigones es la hembra, la Dulcinea perseguida y recuestada por innumerables galanes en la época del celo, a quien el pudor obliga a ocultarse de día en su gazapera, que sale de noche, hambrienta y cansada, a descabezar cogollos de pino, y tras de la cual, desalados y hechos almíbar, corren por lo menos tres o cuatro machos, deseosos de románticas aventuras.

Seguid el ejemplo de vuestro metropolitano Recafredo, el cual condena ya ese falso celo que os lleva desalados al suplicio, y obedeced tambien los decretos que este justo prelado acaba de dictar para desengañaros de vuestras falsas doctrinas . No busqueis la muerte, no corrais con ciego afan al suicidio, pues no sereis mártires, sino malhechores y temerarios, si en ello os obstinais: sabed que presentándoos á los jueces sin ser violentados, estais excomulgados, y que como infames sereis quemados despues de muertos, dejando á vuestros hermanos y descendientes el baldon del castigo, y no la aureola de la glorificacion. ¡Oh mezquinas consideraciones humanas!

Y se entró otra vez en la cocina, sin hacer caso de Ángela que le instaba con muchas lágrimas y gemidos para que fuesen en busca de su hermana. Corrieron buen espacio desalados, creyendo que los seguían. El que primero se cansó fue Andrés. Es inútil correr dijo poniendo una mano en el hombro de Rosa para detenerla. Nadie nos sigue.

Hemos perdido nuestro vigor corriendo desalados en todos sentidos, confundiendo en la escena las creaciones más heterogéneas, ya imitando este modelo, ya el otro; celosos particularmente de agotar las heces de la literatura dramática extranjera, poseemos dramas clásicos y románticos, piezas patibularias que conmueven los nervios, ensayos declamatorios llenos de sentencias filosóficas para los estudiantes más aprovechados; lamentaciones familiares sentimentales, cuyo solo fin es hacer derramar lágrimas y anécdotas dialogadas que se denominan comedias; hemos trasplantado á nuestro teatro el fastidio clásico, la insensatez romántica y los vaudevilles franceses; hemos creído rivalizar con los ingleses imitando la parte angulosa y las excrecencias de sus dramas, y con los españoles parodiando sus formas y sus extravíos místicos; y, á pesar de esto, pocas veces hemos logrado hasta ahora dar vida á un drama propio, habiendo sido hasta aquí contadas las tentativas dirigidas á apropiar al teatro las tradiciones populares é históricas, de las cuales, y en último resultado, no ha brotado una poesía dramática duradera.

Lucía, como una flor que el sol encorva sobre su tallo débil cuando esplende en todo su fuego el mediodía; que como toda naturaleza subyugadora necesitaba ser subyugada; que de un modo confuso e impaciente, y sin aquel orden y humildad que revelan la fuerza verdadera, amaba lo extraordinario y poderoso, y gustaba de los caballos desalados, de los ascensos por la montaña, de las noches de tempestad y de los troncos abatidos; Lucía, que, niña aun, cuando parecía que la sobremesa de personas mayores en los gratos almuerzos de domingo debía fatigarle, olvidaba los juegos de su edad, y el coger las flores del jardín, y el ver andar en parejas por el agua clara de la fuente los pececillos de plata y de oro, y el peinar las plumas blandas de su último sombrero, por escuchar, hundida en su silla, con los ojos brillantes y abiertos, aquellas aladas palabras, grandes como águilas, que Juan reprimía siempre delante de gente extraña o común, pero dejaba salir a caudales de sus labios, como lanzas adornadas de cintas y de flores, apenas se sentía, cual pájaro perseguido en su nido caliente, entre almas buenas que le escuchaban con amor; Lucía, en quien un deseo se clavaba como en los peces se clavan los anzuelos, y de tener que renunciar a algún deseo, quedaba rota y sangrando, como cuando el anzuelo se le retira queda la carne del pez; Lucía que, con su encarnizado pensamiento, había poblado el cielo que miraba, y los florales cuyas hojas gustaba de quebrar, y las paredes de la casa en que lo escribía con lápices de colores, y el pavimento a que con los brazos caídos sobre los de su mecedora solía quedarse mirando largamente; de aquel nombre adorado de Juan Jerez, que en todas partes por donde miraba le resplandecía, porque ella lo fijaba en todas partes con su voluntad y su mirada como los obreros de la fábrica de Eibar, en España, embuten los hilos de plata y de oro sobre la lámina negra del hierro esmerilado; Lucía, que cuando veía entrar a Juan, sentía resonar en su pecho unas como arpas que tuviesen alas, y abrirse en el aire, grandes como soles, unas rosas azules, ribeteadas de negro, y cada vez que lo veía salir, le tendía con desdén la mano fría, colérica de que se fuese, y no podía hablarle, porque se le llenaban de lágrimas los ojos; Lucía, en quien las flores de la edad escondían la lava candente que como las vetas de metales preciosos en las minas le culebreaban en el pecho; Lucía, que padecía de amarle, y le amaba irrevocablemente, y era bella a los ojos de Juan Jerez, puesto que era pura, sintió una noche, una noche de su santo, en que antes de salir para el teatro se abandonaba a sus pensamientos con una mano puesta sobre el mármol del espejo, que Juan Jerez, lisonjeado por aquella magnífica tristeza, daba un beso, largo y blando, en su otra mano.

Y volviéndose á punto á los bizarros, que en su socorro desalados llegan, Sin su valor les dice en este dia de Rey quedára mi Granada huérfana. La vida le debí: llegárais tarde si ántes él no acudiera á mi defensa.

No parecían bien, cerca de aquellos pabellones desgarrados, los banderines de seda y flores de oro en que con letras de realce iban bordados los números de las compañías. ¡Qué correr desalados, el de los muchachos por las calles! Verdad que hasta los hombres mayores, periódico en mano y bastón al aire, corrían. A algunos, se les saltaban las lágrimas.