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El bufón, que está allá en la calle de Don Pedro sin la vida que yo le he sacado por la cabeza del tajo más lleno y más derecho que he dado en toda mi vida, es un testimonio, y doña Clara, que está en una casa de la misma calle, entre la muerte y la vida, que de muerte es el ansia que la aflige, es otro. ¡Cómo! ¡Clara, mi adorada Clara me espera! Y sufre y llora.

Cuando llegue usted a enriquecerse interrumpió Ojeda , es muy probable que su hijo sea como los hijos de casi todos los ricos: un ser inútil para la sociedad, un ente de lujo que gaste sin tino lo que el padre amontonó en fuerza de sacrificios. Lo he pensado muchas veces; ¿y qué?... Yo tengo tanto derecho como cualquier burgués a producir un hijo inservible y decorativo.

Y de pronto volvía a caer en sus vacilaciones. ¡Debía vivir! ¡Debía morir! ¡Cómo resolver el tremendo dilema de vivir en el error o de morir por evitarlo! ¡Tienen los hombres el derecho de disponer de su existencia!

Ya todos aseguraban haber encontrado a don Santos dando patadas a la puerta de la Cruz Roja y desafiando a gritos al Magistral. Había bandos: unos reclamaban la intervención de la autoridad, otros sostenían el derecho del pataleo de Barinaga.

Y como observase que el negro llevaba corona y era rey como los otros dos españoles, pensó naturalmente en el rey de los indios y suspiró. ¿Sabeis, señor, preguntó respetuosamente á Basilio, si el pié derecho está suelto ya? Basilio se hizo repetir la pregunta: ¿Pié derecho de quién? ¡Del rey! contestó el cochero en voz baja, con mucho misterio. ¿Qué rey? Nuestro rey, el rey de los indios...

El abate pensaba realizar un buen negocio, ya haciéndose por cualquier medio poseedor del derecho, ya pleiteando por cuenta de ella, con esperanza de sacar un buen bocado. Su hambre era tanta como su ingenio, razón por la cual había probabilidad de que saliera adelante con su empresa. Dejémosle allá dedicado á la ardua tarea de conquistar á la semidiosa, y asistamos á la sesión de La Fontanilla.

Sin desatender los trapos, la soñadora dama se iba por esos mundos, ejercitando el derecho de revisión y rectificación de las cosas sociales, concedido en el reino de la mente a todos los que se creen fuera de su lugar o mal apareados. «Ese Pez que es un hombre. Al lado suyo que podría lucir cualquier mujer de entendimiento, de buena presencia, de aristocrático porte.

Decíroslo quiero, respondió doña Guiomar, porque bastante habéis hecho con darme música para que él viva atento hasta averiguar quién el de la música haya sido, y buscarle riña; conque así, ved si una dama que tan a su despecho tiene un enamorado o empeñado que tan celoso la guarda, aunque tan sin razón ni derecho para ello, os conviene por lo que pueda costaros.

¿Y por qué no? exclamó la hijastra enfurecida . Cuando un padre, sin motivo alguno, sólo por unos miserables ochavos injuria a su hija y martiriza a su mujer, no tiene derecho a que se le quiera ni a que se le respete.... Lo diré con todas sus letras.... ¡Eso es una infamia!... Papá es un hombre que no tiene más Dios ni más amor que el dinero. ¡Oh! ; lo sabía muy bien.

Un día, en la misa, el gobernadorcillo de los naturales que se sentaba en el banco derecho y era estremadamente flaco, tuvo la ocurrencia de poner una pierna sobre otra, adoptando una posicion nonchalant para aparentar más muslos y lucir sus hermosas botinas; el del gremio de mestizos que se sentaba en el banco opuesto, como tenía juanetes y no podía cruzar las piernas por ser muy grueso y panzudo, adoptó la postura de separar mucho las piernas para sacar su abdómen encerrado en un chaleco sin pliegues, adornado con una hermosa cadena de oro y brillantes.