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Y es tal el entusiasmo que despierta, que no sólo se juega en los salones, clubs y casinos, sino también en los trenes, los tranvías, los antepalcos de los teatros durante las representaciones, las antesalas de los dentistas... ¿Y en los despachos de los ministros? ¿Y en las sacristías de las catedrales?... pregunté, por preguntar cualquier cosa.

Tenemos ahora en París una colonia rusa, una colonia española, una colonia levantina, una colonia americana, y estas colonias poseen cada una sus iglesias, sus banqueros, sus médicos, sus diarios, sus pastores, sus pobres y sus dentistas.

Pero lo que a Juanito le encantaba más en su parroquiana era la sonrisa y aquella dentadura que en el fondo carmesí de la boca brillaba nítida, igual, sin una picadura, sin una pieza saliente, como esas muestras perfectas que los dentistas colocan en sus escaparates. Esta amistad, que se estrechaba por encima del mostrador, iba siendo una necesidad para los dos.

Por mirarlo todo, deteníase también a contemplar las encías con que los dentistas anuncian su arte, las caricaturas políticas de los periódicos, colgados en las vidrieras de los cafés, los libros, los cromos, los palillos de dientes, las aves disecadas, las pelucas y postizos, las condecoraciones, las fotografías, los dulces y hasta los comercios ambulantes en que todo es a real.

Ya que tratamos de la ciencia de curar, aunque practicada por saludadores y curanderos, dedicaremos algunas líneas á la profesión de la «flebotomia» que es ni más ni menos que la de los sangradores, y á la cual, los poco escrupulosos amanuenses del siglo XVI, llamaban flonotomia y de aqui flonotomianos. Estos, además, solían ser dentistas y fabricantes de medicinas.