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Tenía dos géneros de fanatismo: el del trabajo, pues no podía estar inactivo, y el de la política. Deliraba por los derechos del pueblo, las preeminencias del pueblo y el pan del pueblo, fundando sobre esta palabra ¡pueblo! una serie de teorías a cuál más extravagantes. Realmente estas teorías no eran suyas. Una generación se había embobado con ellas, mirándolas como pan bendito.

Algunas noches, Maximiliano soñaba que tenía su tizona, bigote y uniforme, y hablaba dormido. Despierto deliraba también, figurándose haber crecido una cuarta, tener las piernas derechas y el cuerpo no tan caído para adelante, imaginándose que se le arreglaba la nariz, que le brotaba el pelo y que se le ponía un empaque marcial como el del más pintado. ¡Qué suerte tan negra!

Enumeraba las casas suntuosas donde había pasado horas felices, conociendo lo mejorcito de Madrid en ambos sexos, y recreándose con amenos coloquios y pasatiempos muy bonitos. Cuando la conversación recaía en cosas de arte, Ponte, que deliraba por la música y por el Real, tarareaba trozos de Norma y de Maria di Rohan, que Obdulia escuchaba con éxtasis.

Se ensanchaba su pecho, desvaneciéndose la opresión que le había martirizado hasta poco antes, como si la tierra entera gravitase sobre su tronco. Sentía que en el interior de su cráneo se iban disolviendo las nebulosidades de su pensamiento. Deliraba aún, pero su delirio no se desarrollaba cortado por escenas de terror y gritos de angustia.

El hambre luchaba en él con la sed; pero temiendo a ésta mucho más, arrojaba a un rincón aquellos alimentos cargados de sal, como si fuesen veneno. Deliraba con el delirio de los náufragos atenaceados por el recuerdo del agua en medio de las olas amargas.

El pinche se explicó trabajosamente. Su padre estaba arriba, en Labarga, en una casa de peones, muy enfermo; se moría. Al amanecer había querido levantarse para ir al trabajo como los demás compañeros, pero le ardía la piel, deliraba. El día antes había llovido y se mojó en la cantera.

Y digámoslo en elogio de D. Amaranto, ¡jamás, ni en los días de bochornoso desahucio, ni en el asedio africano de sus acreedores, ni cuando tenía un hijo muerto, sin monedas para la inhumación; ni en las horas en que la señora de Peláez deliraba en el fementido camastro, loca de tristeza y de hambre, jamás D. Amaranto hubo de faltar a la oficina! ¡Oh, brava alma que rima con el balduque, que armoniza con el papel de oficio, por estar tan bien templada en el fuego de las virtudes administrativas, bien mereces una estatua, con tus manguitos y tu gorro, sobre un pedestal de expedientes y de minutas!

En suma, don Braulio, melancólico por temperamento, poco favorecido de la fortuna, y enamorado y celoso sin saber de quién, deliraba acaso forjando teorías; pero no dejaba que dichas teorías trascendiesen a la práctica, y parecía, a la vista del más lince, como un empleado modesto, que sabía todo cuanto importaba saber y hacía cuanto importaba hacer para ganar el sueldo en conciencia y no estafar al Tesoro público o tomar las oficinas por hospicios destinados a gente de levita o a mendigos de privilegio.

En sus noches de fiebre deliraba con la pobre Lita y su pérfida madrina, que no era una hada sino una bruja... A cada momento creía que esa bruja venía a robarlo a él también... Pero su naturaleza robusta venció la dolencia. A las tres semanas lo llevó su madre consigo a la nueva casa en que se conchabara, ya convaleciente, amarillo, altote, muy triste, y tan flaco como un espectro...

Atónita la mujer, creyó que deliraba su amo, y él quiso disipar aquel asombro explicando: No estoy «de la cabeza», Rita, no te apures, y responde. Dijo Rita: Buena es su hermana, ¡qué ocurrencia! Podía no serlo.... Yo poco la tengo tratada; casóse apenas yo vine..., ¿no se acuerda? Pero, ¿qué has oído por ahí? Que es algo rara, algo «maniosa»; pero buena .