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«Pero mujer, ¿qué haces ahí detrás de ? murmuró él sin volver la cabeza . Lo que digo, hoy parece que estás lela. Ven acá, hija». ¿Qué quieres? Niña de mi vida, hazme un favorcito. Con aquellas ternuras se le pasó a la Delfina todo su furor de coscorrones. Aflojó los dientes y dio la vuelta hasta ponérsele delante. «Hazme el favorcito de ponerme otra manta. Creo que me he enfriado algo».

Los afectos que se desbordaban del corazón de la Delfina eran combinación armoniosa de alegría y de pena, por las circunstancias en que aquella tierna criatura había ido a sus manos.

La Delfina se descorazonó mucho. Esperaba una explosión de júbilo en su mamá política. Pero no fue así. Barbarita, cejijunta y preocupada, le dijo con frialdad: «No qué pensar de ti; pero en fin, tráetelo y escóndelo hasta ver... la cosa es muy grave.

La Delfina la había ofendido y ultrajado, cuando ella no hacía más que contarle a la santa sus penas y el conflicto en que estaba. Por fin, a fuerza de meditar en ello, amasando sus ideas con la tristeza que destilaba su alma, empezó a prevalecer la afirmativa. Cierto que debía pedirle perdón por el intento que tuvo de arañarle la cara, ¡qué barbaridad!, y por las palabras que se dejó decir.

Hágame el favor... Quizás todo habría concluido de un modo pacífico; pero la Delfina se levantó de repente, poseída de la rabia de paloma que en ocasiones le entraba. ¡Ánimas benditas! De un salto salió al gabinete. Estaba amoratada de tanto llorar y de tantísima cólera como sentía... No podía hablar... se ahogaba.

Y hasta madre me comprometo a ser si me le dan... le tomo, aunque esté sin cristianar. Yo le bautizaré. Pero no hay que hablar de esto. Me contento con ser madrina del primer Morenito que nazca, y le diré a mi marido que me lleve a Londres para el bautizo... Moreno se levantó. Se sentía muy mal, y las palabras de la Delfina le excitaban extraordinariamente.

De allí, , de allí venían aquellos lamentos que trastornaban el alma de la Delfina, produciéndole un dolor, una efusión de piedad que a nada pueden compararse. Todo lo que en ella existía de presunción materna, toda la ternura que los éxtasis de madre soñadora habían ido acumulando en su alma se hicieron fuerza activa para responder al miiiii subterráneo con otro miiii dicho a su manera.

Echando una mirada a lo alto del tejado, vio la Delfina que por encima de este asomaba un tenderete en que había muchos cueros, tripas u otros despojos, puestos a secar. De aquella región venía, arrastrado por las ondas del aire, un olor nauseabundo. Por los desiguales tejados paseábanse gatos de feroz aspecto, flacos, con las quijadas angulosas, los ojos dormilones, el pelo erizado.

Y que no son ni tina ni dos. Jacinta se asustaba de ver tantas, y Guillermina no pudo menos de exclamar: «¡Cuánta perdición!, una puerta y otra no, taberna. De aquí salen todos los crímenes». Cuando se halló cerca del fin de su viaje, la Delfina fijaba exclusivamente su atención en los chicos que iba encontrando.

Y cuando sus ojos se encontraban con el rayo de aquellos ojos negros, sentía una impresión no muy grata, al modo de esos presentimientos inseguros que son, no como el contacto de un objeto, sino como la sensación del aire que hace el objeto al pasar rápidamente. «Según ha dicho el médico indicó la Delfina decidida a pegar la hebra , la pobre Mauricia no saldrá de esta».