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Era la Virgen de los barrios en que había nacido, y además su pobre padre no dejaba ningún año de ir en la procesión vestido de «armado». Era un honor que le correspondía a la familia, y a no ser él quien era, se calaría el casco y empuñaría la lanza, yendo de legionario romano, como habían ido muchos Gallardos que estaban pudriendo tierra.

Y la isla, que se dejaba ver perfectamente desde lo alto de las montañas, difuminábase en el horizonte y acababa por perderse cuando alguien iba a su encuentro en un buque.

El caso no puede ser más sencillo prosiguió con aquella suave vocecita que jamás dejaba un mismo y pausado tono . Ayer, en el consejillo, trataron del nombramiento de camarera, porque la verdad es que la posición de esa pobre Cisterna no puede ser más desairada... Pues nada, hija, el ministro de Ultramar tuvo la ocurrencia de proponer que me hicieran a la oferta.

Ya no era su desventurado amor ni la muerte de la traidora Beatriz lo que clamaba en su pecho. Todo aquello había sido como una hoja trágica doblada para siempre, un accidente de la fatalidad que no dejaba cuenta alguna en su contra.

Ningún problema, por arduo que fuese, referente á los deberes del hombre consigo mismo y con los demás dejaba de tener solución adecuada en aquella linda cabeza rizada.

La gran puerta del fondo, cerrada por una verja mohosa, dejaba ver al través de sus vidrios el cerro de enfrente y un grupo de álamos entre dos casitas rojas en lo más hondo de una cañada. Sobre esta puerta abríase un medio punto de vidrios de colores, por el que se filtraba el sol de la tarde, dando a las paredes, a las tumbas, al suelo, las palpitaciones policromas del iris.

Pepita no la acompañaba. Decía estar enferma; se quejaba de dolores de cabeza, sentía un malestar general; en fin, cosas de muchacha, y doña Cristina la dejaba en el hotel bajo la vigilancia del aña Nicanora. Sánchez Morueta estaba en Madrid desde hacía una semana, muy atareado por los nuevos negocios que todos los meses hacían necesaria su presencia en la capital.

Miróme y dijo: -Irá V. Md., señor licenciado, en ese borrico con harto más descanso que yo con todo mi aparato. Yo, que entendí que lo decía por coche y criados que dejaba atrás, dije: -En verdad, señor, que lo tengo por más apacible caminar que el del coche, porque aunque V. Md. vendrá en el que trae detrás con regalo, aquellos vuelcos que da inquietan.

Encerrado desde el amanecer hasta la noche en la librería del palacio, don Íñigo dejaba deslizar las horas muertas, meditando o leyendo.

La «señorita» era hija de un personaje muy rico, de un marqués o algo semejante; pero como no la dejaba casarse con don Isidro, había huido con él, y los dos pasaban jambre, y ella trabajaba para su hombre, como lo hacen todas las mujeres honrás; lo mismo que si fuese una buena gitana.