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La única diferencia substancial que encuentro yo entre esta novela y las demás de Pereda, y lo que me hace declararla realista a medias, consiste en que es un libro de tesis, en que abandonando el autor, hasta cierto punto, la observación desinteresada, principal musa suya, trata de inculcar, aunque no directamente, no una, sino muchas y varias moralidades.

»¿Quién sino yo podía comprenderla en este lugar, entre gente zafia y villana? ¿Quién ordenar y aclarar sus vagos ensueños? ¿Quién interpretar los enigmas? ¿Quién señalarle el blanco adonde importaba dirigir oraciones y suspiros, para que no fuesen como mal disparadas saetas que se pierden en el aire y acaban por dar en tierra, sin llegar a herir dicho blanco? ¿Quién acabar de abrir a su razón, ansiosa de verdad, el recinto misterioso de las más sublimes doctrinas? ¿Quién declararla el por qué y el cómo de las cosas, hasta donde es posible saberlo? ¿Quién servir de guía a su espíritu en sus vuelos audaces, cuando subía por cima de todo lo natural y creado, anhelante de tocar a la inaccesible, eterna e inexhausta fuente de donde mana?

Considerando ahora esta evolución de la vida, dentro de tan ancho espacio, bien podemos declararla año máximo, del cual vivimos, por dicha, en la Primavera. La primavera de este año máximo empezó, según sabios muy acreditados, hace veinte millones de años menores y usuales. Entonces apareció el primer ser organizado.

Ya conocía la madre el génesis novelesco de la amistad de su hija con él, y había hecho suma gracia a sus malicias de mujer de larga historia; y le conocía porque Luz, que se había arriesgado a declararla lo más, no tenía para qué ocultarla lo menos.

D. Narciso dejó escapar una risita maligna y dijo con acento irónico: ¡Mire usted cuántas cosas sabe de teología moral la señorita! Habrá que declararla doctora de la Iglesia, como a Santa Teresa. ¡Caramba, tampoco está mal eso! ¡jo! ¡jo! ¡Conque doctora de la Iglesia! ¡jo! ¡jo!... ¡Pero qué perverso es este D. Narciso! ¡Jo! ¡jo! ¡jo!... ¡Es mucho D. Narciso!

Sucede á veces que la cosa no comprendida nos parece rayar en lo imposible; mas si por otra parte sabemos que existe, nos guardamos de declararla tal, y conservando la conviccion de su existencia, recordamos el poco alcance de nuestro entendimiento.

La fisonomía de Romualda estaba de tal manera desvirtuada por la palidez y por la suciedad, que no se podía decir si era fea o bonita. Igual dificultad había para declararla niña o mujer, y así lo menos expuesto a equivocaciones será decir que no tenía edad ninguna. Pero como el fenómeno cojeaba ninguno de los dos podía ir a prisa.