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D. Sancho de Leyva insistió en que enviados esquifes y barcas á tierra, y trayendo una barcada de gente, salieran á la mar las galeras: si no se descubría al amanecer la armada turca, volverían por el resto de los soldados; en caso de avistarla, procederían á lo que se decidiera. Debían quedar en el puerto dos galeras destinadas al General Duque de Medinaceli y su casa.

La fama de su portentosa hermosura había recorrido ya el mundo todo; de suerte que, apenas fueron llegando los correos a las diferentes cortes, no había príncipe, por ruin y para poco que fuese, que no se decidiera a ir a la capital del Rey Venturoso, a competir en justos, torneos y ejercicios de ingenio por la mano de la Princesa.

Más de un año hacía que no la había visto. ¿Cómo le iba a la abuela con el señor Polo? Un día que tuviese humor, tal vez se decidiera a ir a Tetuán. Ya no conocía a las gentes de allá. Madrid terminaba para él en el Café de San Millán, donde se reunía con ciertos amigotes para admirar a las hembras de la plaza de la Cebada.

Quisieron que el comandante accidental del San Juan decidiera la cuestión, diciendo a cuál de los navíos ingleses se había rendido, y aquél respondió: «A todos, que a uno solo jamás se hubiera rendido el San Juan».

Pero por el presente no había esperanzas de que Arturo Dimmesdale se decidiera á hacerlo; había respondido con una negativa á todas las indicaciones de esta naturaleza, como si el celibato sacerdotal fuera uno de sus artículos de fe.

El Magistral siguió adelante, dio vuelta al ábside y entró en la sacristía. Era una capilla en forma de cruz latina, grande, fría, con cuatro bóvedas altas. A lo largo de todas las paredes estaba la cajonería, de castaño, donde se guardaba ropas y objetos del culto. Encima de los cajones pendían cuadros de pintores adocenados, antiguos los más, y algunas copias no malas de artistas buenos. Entre cuadro y cuadro ostentaban su dorado viejo algunas cornucopias cuya luna reflejaba apenas los objetos, por culpa del polvo y las moscas. En medio de la sacristía ocupaba largo espacio una mesa de mármol negro, del país. Dos monaguillos con ropón encarnado, guardaban casullas y capas pluviales en los armarios. El Palomo, con una sotana sucia y escotada, cubierta la cabeza con enorme peluca echada hacia el cogote, acababa de barrer en un rincón las inmundicias de cierto gato que, no se sabía cómo, entraba en la catedral y lo profanaba todo. El perrero estaba furioso. Los monaguillos se hacían los distraídos, pero él, sin mirarles, les aludía y amenazaba con terribles castigos hipotéticos, repugnantes para el estómago principalmente. El Magistral siguió adelante fingiendo no parar mientes en estos pormenores groseros, tan extraños a la santidad del culto. Se acercó a un grupo que en el otro extremo de la sacristía cuchicheaba con la voz apagada de la conversación profana que quiere respetar el lugar sagrado. Eran dos señoras y dos caballeros. Los cuatro tenían la cabeza echada hacia atrás. Contemplaban un cuadro. La luz entraba por ventanas estrechas abiertas en la bóveda y a las pinturas llegaba muy torcida y menguada. El cuadro que miraban estaba casi en la sombra y parecía una gran mancha de negro mate. De otro color no se veía más que el frontal de una calavera y el tarso de un pie desnudo y descarnado. Sin embargo, cinco minutos llevaba don Saturnino Bermúdez empleados en explicar el mérito de la pintura a aquellas señoras y al caballero que llenos de fe y con la boca abierta escuchaban al arqueólogo. El Magistral encontraba casi todos los días a don Saturnino en semejante ocupación. En cuanto llegaba un forastero de alguna importancia a Vetusta, se buscaba por un lado o por otro una recomendación para que Bermúdez fuese tan amable que le acompañara a ver las antigüedades de la catedral y otras de la Encimada. Don Saturnino estaba muy ocupado todo el día, pero de tres a cuatro y media siempre le tenían a su disposición cuantas personas decentes, como él decía, quisieran poner a prueba sus conocimientos arqueológicos y su inveterada amabilidad. Porque además del primer anticuario de la provincia, creía ser y esto era verdad el hombre más fino y cortés de España. No era clérigo, sino anfibio. En su traje pulcro y negro de los pies a la cabeza se veía algo que Frígilis, personaje darwinista que encontraremos más adelante, llamaba la adaptación a la sotana, la influencia del medio, etc.; es decir, que si don Saturnino fuera tan atrevido que se decidiera a engendrar un Bermúdez, este saldría ya diácono por lo menos, según Frígilis. Era el arqueólogo bajo, traía el pelo rapado como cepillo de cerdas negras; procuraba dejar grandes entradas en la frente y se conocía que una calvicie precoz le hubiera lisonjeado no poco. No era viejo: «La edad de Nuestro Señor Jesucristo», decía él, creyendo haber aventurado un chiste respetuoso, pero algo mundano. Como lo de parecer cura no estaba en su intención, sino en las leyes naturales, don Saturno así le llamaban después de haber perdido ciertas ilusiones en una aventura seria en que le tomaron por clérigo, se dejaba la barba, de un negro de tinta china, pero la recortaba como el boj de su huerto. Tenía la boca muy grande, y al sonreír con propósito de agradar, los labios iban de oreja a oreja. No se sabe por qué entonces era cuando mejor se conocía que Bermúdez no se quejaba de vicio al quejarse del pícaro estómago, de digestiones difíciles y sobre todo de perpetuos restriñimientos. Era una sonrisa llena de arrugas, que equivalía a una mueca provocada por un dolor intestinal, aquella con que Bermúdez quería pasar por el hombre más espiritual de Vetusta, y el más capaz de comprender una pasión profunda y alambicada. Pues debe advertirse que sus lecturas serias de cronicones y otros libros viejos alternaban en su ambicioso espíritu con las novelas más finas y psicológicas que se escribían por entonces en París. Lo de parecer clérigo no era sino muy a su pesar.

Todo ello, expuesto así tan desnudo, resulta cursi, y hasta el detenerme yo a declarar que lo es, pues por sabido debiera callarse; pero de algún modo ha de saberse que otros toques, más cursis aún para referidos, como lo de las condiciones que necesitaba él en una mujer para salir de su escondite, y lo de las prendas de que había de estar adornado un hombre para que yo me decidiera a quererle, etc., etc., ya se habían dado en el cuadro con toda la premeditación y hasta el ensañamiento y la alevosía que caben en un galán muy listo y escarmentado, y en una dama no tonta y menos dispuesta a perder el tiempo en juegos insulsos.

La diferencia de caudal me retrajo mucho tiempo de pedir a Lucía; pero pudo más el afecto que me inspira tan preciosa e inocente criatura.... Así y todo, a no asegurarme Colmenar que usted es persona desinteresada y de ánimo generoso, no me decidiera nunca....

Ella se tenía la culpa, por no hacer caso de mamá, que decía que los de Las Tres Rosas eran unos ordinarios. Andresito era un buen chico, pero ella no podía estar en ridículo y que las amigas le preguntasen irónicamente por su novio. Como se decidiera otro que estaba a la vista, era cosa hecha: plantaba a Andresito. Llegaron los tres días de Carnaval.

Me hacen feliz esos elogios, pues si yo me decidiera a llenar el vacío de mi hogar, querría mucho tener tu aprobación. El octogenario se paró de repente. ¿Piensas acaso?... Su voz temblaba. ¡Dios mío! ¿Por qué disimularlo? Ya sabe usted si he amado tiernamente a la querida criatura que el cielo me arrebató muy pronto... Pasemos adelante.