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¿Que tan grande le parece a vuestra merced, mi señor don Quijote -preguntó el barbero-, debía de ser el gigante Morgante?

Muy luego fué rodeado de piadosas lágrimas y oraciones. Yo me retiré con el alma profundamente conmovida por aquella escena extraordinaria, que debía permanecer secreta para siempre, entre aquel muerto y yo. Este triste suceso de familia ha hecho pesar sobre cuidados y deberes de que tenía necesidad para justificar á mis propios ojos la prolongación de mi morada en la casa.

No, eso estaba en un porvenir lejano todavía. Debía de ser demasiado grande, demasiado hermoso para estar tan cerca de aquella miserable vida que la ahogaba, entre las necedades y pequeñeces que la rodeaban. Acaso el amor no vendría nunca; pero prefería perderlo a profanarlo.

Algunos días después fueron a instalarse al castillo de la Venerie, donde la presencia de los invitados debía evitarles el disgusto de las largas conversaciones.

En seguida se dedicó a repasar su discurso, el cual debía pronunciar al día siguiente. Pero ¡con qué ánimos ensayaba!

De la posición del arma, la empuñadura hacia fuera, y el cañón apuntando al cadáver, deducían, los doctores que si la Condesa se había matado, debía haberse hecho el tiro estando parada: de ese modo el revólver, al caer al suelo, se había dado vuelta.

Se me respeta, pero no se me ama; basta el más ligero motivo para que no se me oculte el desvío que causo. ¡Como ha de ser! ¡Y yo, á pesar de todo, me afano por complacerte, Margarita! La reina comprendió que debía bajar del empinado lugar á que se había subido; que debía ser mujer, y combatir al hombre, no al rey.

»Yo, teniendo en cuenta que cuanto Jerónimo era, hasta su vida, lo debía á aquel personaje, cuyo nombre, decía, no poder revelarme; viendo que no se le pedía aquel sacrificio, por dinero; que no era posible, atendida la edad de Genoveva, que pudiera tener hijos á quienes perjudicase acaso el postizo; siendo además una grandísima obra de caridad el mejorar la suerte de la criatura que naciera, le aconsejé, es más, le reduje á que se prestase á aquel engaño, con el cual á nadie perjudicaba ni ofendía; antes bien, hacía un beneficio inmenso á un desventurado.

Esa mujer era una vencida de la vida; quería y debía morir, y él necesitaba estar libre para atender a la obra. He dado la libertad a ambos. Ferpierre hallaba por fin la verdad que había sospechado. Todo se aclaraba ya, todo se encadenaba lógicamente.

Karl era partidario de la guerra; era de los que la consideraban como el estado perfecto del hombre, y la había preparado con sus provocaciones. Estaba bien que la guerra devorase á sus hijos: no debía llorarlos. ¡Pero él, que había amado siempre la paz! ¡él, que sólo tenía un hijo, uno solo... y lo perdía para siempre!...