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Criome lo mejor que supo, y en darme toda la educación que se podía dar entonces en España, consumió el poco caudal que la dejara mi padre.

Mi tío se ponía rojo de vergüenza ante estas contestaciones, y yo, que no podía darme cuenta de cómo mi tía, tan llena de orgullo y de pretensiones, había podido casarse con el hijo de un lomillero, decía para mis adentros que debían haberla casado por fuerza con mi tío Ramón, porque, de otro modo, no podría explicarse tanta desigualdad de condiciones.

Estas noches pasas, mientras hemos estao reñagaos..., y te he visto, además, haser una cosa... ¿Qué cosa? pregunté, poniéndome ya colorado. Besar las rejas de mi ventana... Vamos, no te pongas colorao, porque estuvo muy bien hecho. ¿Dónde estabas ? Pues detrás de las cortinas. ¡Ah, cruel! Y no has tenido siquiera corazón para abrir y darme las gracias! exclamé con tristeza.

Hacía dos horas que había llegado a Florencia, y después de darme un baño en el Saboya, salí con el objeto de descontar un cheque en casa de French, antes de empezar mis investigaciones.

Los otros trataron de darme un garrote en los muslos, y decían: -El pobrecito agora sin duda se ensució, cuando le dio el mal. ¡Quién dirá lo que yo sentía, lo uno con la vergüenza, descoyuntado un dedo y a peligro de que me diesen garrote!

Yo me quedo sin Carola, pero antes voy a darme el gustazo de gozarla a costa suya, en su propia casa... y además le hago romper con la otra. No está mal pensado. Llevo a Carola, hago que Cristeta lo sepa, con lo cual se creerá engañada y le deja compuesto y sin novia.

Hasta su impaciencia de alcanzar la perfección de un brinco hubiera debido darme mala espina, si el cariño de tío no me hubiera cegado. Pues qué, ¿los favores del cielo se consiguen enseguida? ¿No hay más que llegar y triunfar?

Quevedo permaneció algún tiempo sentado, después que apareció el duque. Esto hizo fruncir un tanto el ceño á su excelencia. Me han avisado dijo con secatura de que me esperaba aquí una persona para darme en propia mano una carta de la señora duquesa de Gandía.

Ese algo más-replicó Pepita no es sentimiento propio de quien va a ser sacerdote tan pronto, pero lo es de un joven de veintidós años. Al oír esto, sentí que la sangre me subía al rostro y que el rostro me ardía. Imaginé mil extravagancias, me creí presa de una obsesión. Me juzgué provocado por Pepita que iba a darme a entender que conocía que yo gustaba de ella.