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En los brazos desnudos, casi junto al hombro, tenía la dama brazaletes de oro de prolija y costosa labor; sobre el pecho y en las orejas, collar y zarcillos de esmeraldas; y sendas ajorcas, por el estilo de los brazaletes, en las gargantas de sus pequeños pies, calzados por coturnos de seda roja. Lazos de idéntica seda adornaban la falda y el corpiño y ceñían el airoso talle.

Presentía algo extraordinario en este alojamiento, pero estaba dispuesto á disimular sus impresiones, por miedo á perder el afecto y el apoyo de la sabia dama, que parecía ejercer un gran dominio sobre Freya. Entraron en el zaguán de un antiguo palacio.

Era una babucha, pero una babucha inverosímil por su tamaño, de raso blanco, con puntera de filigrana de oro y lazos de pluma de cisne sujetos con esmeraldas: una preciosidad artística, cortada sin duda alguna a la medida del pie de un hada, y hecha, más bien que para encerrar un pie humano, para guardar joyas y dijes sobre el tocador de una dama.

Los personajes más conspicuos de la corte pasaban por allí pagando su tributo; y hasta don Casimiro Pantojas había hecho una noche sus hilitas, sin más que un ligero percance, hijo de su cortedad de vista: equivocó el trapo con el rico pañuelo de batista de la dama vecina, olvidado encima de la mesa, y púsose muy afanado a sacar hilas de este, haciendo dos pelotones finísimos.

Papá: dijo aprovechando un momento de pausa . Ahí viene aquel joven amigo tuyo, que mantiene a su madre y a sus hermanas. Clementina y Pinedo volvieron al mismo tiempo la cabeza y vieron llegar a Rafael Alcántara, el célebre calavera que hemos conocido en el Club de los Salvajes. ¡Que mantiene a su madre y a sus hermanas! exclamó la dama con asombro.

Cumplió Nuño las órdenes, y pocos instantes después compareció el rapaz ante la hermosa dama, que le recibió, como juez severísimo, con imponente autoridad y compostura. Nuño y Leonor se retiraron a una señal de la dama. Esta quedó sentada en un sillón de brazos, como si fuera tribunal o trono. El rapaz estaba de pie enfrente de ella, con ademán muy respetuoso por cierto, pero en manera alguna temeroso ni turbado. Con enérgicas palabras la dama le echó en cara su fea conducta, le amonestó para que se corrigiese, y le exigió que pidiera perdón de su culpa.

He aquí lo que dice en su égloga á Claudio: «Débenme á de su principio el arte, Si bien en los preceptos diferencio Rigores de Terencio, Y no negando parte A los buenos ingenios tres ó cuatro Que vieron las infancias del teatro, Pintar las iras del armado Aquiles, Guardar á los palacios el decoro, Iluminados de oro Y de lisonjas viles, La furia del amante sin consejo, La hermosa dama, el sentencioso viejo.

Estaban en el puerto. Ella señaló á una dama que marchaba por el muelle, entre las altas adelfas recortadas en forma de árboles. Era Clorinda. De un banco se levantó un señor que parecía esperar, saliendo á su encuentro.

Por otro lado, descollaban las pelucas blancas, las enfocas bordadas y las camisas de chorrera; allí una dama con un perrito que enderezaba airosamente el rabo; acullá una vieja con un peinado de dos ó tres pisos, fortaleza de moños, plumas y arracadas; en fin, la galería era un museo de trajes y tocados, desde los más sencillos y airosos basta los más complicados y extravagantes.

Luego montaba en el arzón de su caballo al indio gigantesco, como un galán que roba a su dama, y en un galope de leguas y leguas llevábalo hasta el campo español.