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El coronel Toledo lo afirmaba, húmedas las córneas y moviendo la cabeza. Luego, con un egoísmo celoso, lo arrancó á aquellas damas, ocupadas momentáneamente en conversar con el príncipe y sus amigos. Paseando por los jardines, don Marcos miraba á su héroe con ternura protectora, lo mismo que un artista agotado contempla la ascensión de otro fresco y triunfante.

Pero sus ojos macilentos, de córneas ligeramente inflamadas, los manchurrones rojizos y malsanos de su rostro, cierta timidez al verse en presencia de alguien que por su superioridad le hacía recordar el pasado como un remordimiento, revelaban los vicios tenaces de su vida fracasada. De pronto, para no delatarse en los azares de una larga conversación, se apresuró a despedirse del poeta.

Al verse olvidada la grave señora de los lentes, sin poder entender una palabra del nuevo idioma empleado en la conversación, habló en voz alta, mostrando las córneas de sus ojos vueltas hacia arriba por el entusiasmo. ¡Oh, España! dijo en inglés . ¡Tierra de caballeros!... ¡Cervantes!... ¡Lope!... ¡El Cid!... Se detuvo, buscando algo más.

Fijábase en su color un tanto cobrizo; en el brillo de sus ojos abultados, de córneas húmedas y dulce humildad en las pupilas, ojos semejantes a los de los huanacos de las altiplanicies andinescas; en el negro intenso de sus pelos fuertes y duros, que los años no podían manchar de blanco.

Las nobles facciones del príncipe del desierto caído en la desgracia se borraban bajo el temblor de unos gestos simiescos. Sus negras pupilas parecían arder con un fuego azulado, mientras las córneas se estriaban de sangre.

Su cara se había recocido, como él decía, en casi todos los puntos de la línea ecuatorial: estaba curtida, con un color bronceado, semejante al de su barba, en la que sólo apuntaban algunas canas. Tenía las córneas de los ojos con manchas de color de tabaco, y sus pupilas, que siempre miraban de frente, brillaban con una expresión de bondad.

Al aproximarse a la luz del velón, Salvatierra se fijó en el color cobrizo de su cara, en las córneas de sus ojos, que parecían manchadas de tabaco, en sus manos de dos colores, con la palma sonrosada y el dorso de un negro que aún se hacía más intenso bajo las uñas.

En la cabecera, una cruz con letras grabadas profundamente á punta de cuchillo, obra piadosa de los compañeros de armas. «Desnoyers...» Luego, en abreviaturas militares, el grado, el regimiento y la compañía. Un largo silencio. Doña Luisa se había arrodillado instantáneamente, con los ojos fijos en la cruz: unos ojos enormes, de córneas enrojecidas, y que no podían llorar.

Los ojos parpadeaban, inflamados, sin pestañas, con las córneas manchadas de sangre. Las orejas sobresalían, casi despegadas del cráneo, como si fuesen a aletear. Las púas blancas y amarillentas del bigote y la barba delataban la torpeza de unas tijeras manejadas ciegamente.

La luz difusa del alba, daba un tono azulado a su tez morena; hacía brillar con reflejos de nácar la blancura de sus córneas y marcaba con huella profunda la sombra de sus ojeras. Por la parte de Jerez abríase el cielo con un desgarrón de luz violácea, que iba extendiéndose, y borrando en su seno las estrellas.