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Ferpierre se sentía, por lo tanto, animado de una secreta desconfianza contra los personajes del drama de Ouchy, que le fue narrado por el juez de paz en la villa Cyclamens, adonde había acudido al primer llamamiento. La muerta le inspiraba mucha lástima, cierto, pero si resultaba cierto que ella misma había querido abandonar la vida, tan merecedora sería del reproche como de la compasión.
Los propietarios de la villa Cyclamens habían pensado primero en cambiar el nombre de la villa, temerosos de que aquel triste recuerdo impidiera que otros quisieran vivir en ella; pero en la próxima estación la solicitó expresamente un inglés movido por la curiosidad despertada en él por el drama de Ouchy.
La villa Cyclamens estaba alquilada a una señora milanesa, la Condesa d'Arda, que la ocupaba todos los años, de junio a noviembre. La amistad de la Condesa con el Príncipe Alejo Zakunine, revolucionario ruso que había sido condenado primero en su país, expulsado en seguida de todos los Estados de Europa y refugiado últimamente en el territorio de la Confederación, era conocida desde tiempo atrás.
Un nuevo registro en la villa Cyclamens más minucioso que el anterior, excluyó la idea de que hubiera dinero oculto en la casa, y por último, el interrogatorio de los sirvientes fue igualmente contrario a la sospecha. No quedaba, por lo tanto, más que la hipótesis de la intención del hurto, y Ferpierre no creía en ella.
El 5 de octubre, pocos minutos antes de mediodía, el estampido de un arma de fuego y gritos confusos salidos de la villa Cyclamens, situada en mitad del camino de Lausana a Ouchy, interrumpieron violentamente la habitual tranquilidad del lugar y atrajeron a los vecinos y transeúntes.
Ferpierre, desconcertado y confuso ante aquel misterio, discutía estas y otras cuestiones con el juez de paz en la villa, la misma tarde de la catástrofe, después de haber ordenado la traslación del cadáver a la sala de autopsias, y el embargo de todos los papeles que se encontraron en la villa Cyclamens.
Ferpierre acordó hacer preguntar a Milán, al contador de la casa d'Arda, si los valores encontrados en la villa Cyclamens eran exactamente los que debían existir allí, y al mismo tiempo interrogar a los criados de la villa para descubrir si alguno de ellos podía, en la confusión del primer momento, haber visto a los asesinos tomar las sumas que faltasen.
Al lago no había vuelto: un mortal pavor lo invadía al pensar que iba a ver otra vez los únicos lugares donde pudiera decir que realmente hubiera vivido. Temía morir ahogado por la pena al ver las playas de Ouchy, las cuestas de Lausana, la villa Cyclamens, el bosque de Comte, las humildes capillas, el panorama del Leman velado por las nubes y sonriente a, la luz del sol. Por fin, un día fue.
No era imposible que hubiera mediado una explicación entre las dos mujeres, provocada sin duda por la nihilista, cuya presencia en la villa Cyclamens no se explicaba muy bien: aunque incapaz de desear el mal de nadie, la italiana había probablemente herido a la joven sublevándose ante sus amenazas, no pudiendo tolerar que, después de haber apartado de ella al Príncipe, fuera a llevárselo de su propia casa: el resultado de esa explicación podía haber sido cruento.