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Verdad, dijo Fadrique, que los poetas nunca suelen hacer los argumentos de los poemas; otros, que después se quieren hacer sus intérpretes, los hacen por más curiosidad; que el poeta debe proceder con tanta claridad en su obra, que no sea menester que él se interprete, y aun si fuese posible, sería bien que se excusase el prólogo, el cual sólo dice lo antes pasado

Cuando Ana Ozores se sentó en el palco de Vegallana, en el sitio de preferencia, que la Marquesa no quería ocupar nunca, en las plateas y principales hubo cuchicheos y movimiento. La fama de hermosa que gozaba y el verla en el teatro de tarde en tarde, explicaba, en parte, la curiosidad general.

LA ENFERMERA. ¡Es usted ya demasiado sabia, señorita...! Los infortunados que usted cuidará no tienen necesidad de su ciencia; reclaman solamente su gracia. ¡Amelos! ¡Proporcione a los que sufren la ilusión de una tierna novela! ¡No sienta usted ninguna curiosidad fisiológica...! Procure curar solamente su parte moral. Hay que distraer a estos niños grandes con pasioncillas.

Más adelante sintió otra vez pasos persistentes y vio una sombra que se extendía por la calle, paralela a su sombra. Aquel era... ¿Miraría? No; más valía no darse por entendida... Por fin, la pícara curiosidad... Miró y tampoco era. Al llegar a su casa estaba más tranquila. Cuando Patria abrió la puerta, le preguntó: «¿Ha venido alguien? ¿El señorito está?...».

Hubo una pausa larga, durante la cual Tomás ardía en curiosidad de saber en qué pararía aquello, aunque lo disimulaba perfectamente.

La llegada de un forastero, con especialidad si el forastero gasta levita y colmena, esto es, sombrero de copa alta, es siempre un acontecimiento extraordinario en todo lugar de tierra adentro en Andalucía. La curiosidad se excita vivamente, y no hay nadie que no pregunte: «¿A qué habrá venido por aquí este señor?». Esto preguntaban los villafrianos o villafriescos apenas vieron a D. Gregorio.

Había conocido un dia, en el Jeneralife, al capitán de los Gitano de Granada, hablando con él para que nos hiciese preparar una danza, objeto que provoca mucho la curiosidad de los viajeros. El capitán, albéitar de profesión, me había impresionado vivamente, haciéndome simpatizar con su raza.

El sol había traspuesto ya bastante el mediodía. Máxima propuso que saliesen a dar una vuelta por la romería. Andrés y Rosa accedieron gustosos. El campo estaba animado sobre todo encomio: aquí danza, allí fandango, en otro lado merienda. La muchedumbre bullía por todas partes con ruidosa algazara. Nuestros jóvenes cruzaron por el medio lentamente, parándose a contemplar las danzas o las mesas de confites, donde Andrés convidaba a sus compañeras. La gente los miraba con curiosidad. Andrés, que se había despojado del gabán, vestía chaqueta corta y ceñida, pantalón estrecho y sombrero hongo. De suerte que, con un ñudoso garrote en la mano, más parecía jándalo recién llegado de Jerez que el poeta delicado de los salones cortesanos, y formaba con Rosa muy linda y concertada pareja. Aquélla marchaba a su lado con inocente orgullo, risueña y feliz, como una novia que viene de la iglesia mostrando a su esposo.

Y lo primero que se me ocurrió, casi repentinamente, fue hacer un viajecillo a Ruritania. Pero desde el momento en que pensé visitar aquel país, se despertó vivamente mi curiosidad y el deseo de verlo.

Llegaron a poco tres serenos y un oficial y dos soldados del ministerio, y por la puertecilla pegada al pabellón salieron a la calle: el hombre de la capa estaba ya muerto. Desprendíase de todo esto que había una ella de por medio, y la curiosidad, excitada hasta la rabia, sobre todo en los altos círculos, venía a estrellarse contra el secreto de la sumaria.