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Repetía a la pobre madre que Germana vivía, que la enfermedad parecía haberse detenido y que aquella dichosa suspensión de una marcha fatal daba derecho a esperar un milagro. No se alababa de curarla y decía a la señora Chermidy que sólo Dios podía aplazar indefinidamente la viudez de don Diego. La ciencia era impotente para salvar a la joven condesa de Villanera.

Rafaela acertó a curarla de estos resabios, por tal arte, que, a los pocos meses de tener a Madame Duval a su servicio, se había esta convertido en persona natural y sencilla, de trato franco y agradable, el cual ya como antes no se quebraba de puro fino.

respondí en un impulso de sinceridad. Pero mi decepción está tan reciente que... ¿Quiere usted una receta para curarla? ¿Una receta? pregunté sonriendo esta vez, con gran contento de la abuela. Démela usted pronto, señor cura, pues bastante la necesito... No penar en lo que se sufre, sino en lo que sufren los demás... Esta es mi receta. Pero... es una receta de solteronas exclamé.

A usted los que le hacen daño son los ayacuyás, y hay que curarla de sus flechas. Ella conocía perfectamente á los «ayacuyás», duendes indios tan minúsculos, que una docena de ellos caben sobre una uña, armados con arcos y flechas, y á cuyas heridas hay que atribuir la mayor parte de las enfermedades.

Suponed que no me llamo Quevedo. Eso no es posible. Suponed que soy un hombre de bien, que me encuentro con una pobre loca y que deseo curarla. Dudo que lo consigáis. Pero vamos al asunto; contestadme á lo que os he preguntado: decid lo que habéis pensado de en las tres distintas situaciones en que os he visto. Empecemos por lo del convento.

Cuando la caquexia paludiana ha avanzado, á pesar de haber usado ó abusado de antemano de la quina, esta es aun uno de los mejores medios de curarla, con la dósis de dos gramos del polvo en un litro de agua, dejándole macerar por una noche, y dándola á beber por fracciones, en uno ó dos dias, por supuesto despues de haberla decantado.

Bien sabe vm., señor, los peligros que corre una muger vinagre que lo es de un médico: aburrido el mío de los rompimientos de cabeza de su muger, un dia para curarla de un resfriado le administró un remedio tan eficaz, que en menos de dos horas se murió en horrendas convulsiones.

Se fastidiaba jugando, estudiando, paseando, trabajando, si salía a la calle, si se quedaba sin salir: no se sabía qué hacer para curarla de su aburrimiento. Debía sufrir de alguna enfermedad la pobrecilla. Probablemente papá me cree a también enferma...»

España está decadente y enferma, y es menester curarla y regenerarla. Para tan buen fin cada orador propone y ofrece medicamentos que juzga infalibles: la patriótica panacea que a fuerza de cavilar ha descubierto. El discurso pronunciado por doña Emilia Pardo Bazán en los Juegos florales de Orense, tiene este carácter medicinal y regenerador.

Estaba muy enferma; una dolencia de la matriz que acababa con ella rápidamente. No creía en los médicos que, según ella, «la engañaban con palabras»; además repugnaba a su pudor de buena mujer, cristianamente educada, prestarse a vergonzosas exhibiciones de los órganos enfermos. Conocía el único remedio: la Virgen del Lluch acabaría por curarla.