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A muertos y a idos.... ¡Hermano de mi alma, que por ella se ha condenado; que está en los profundos infiernos por culpa de esta mal nacida!...

En vez de gritar como una mujer dijo a Hullin , mejor sería que me mandaras atacar allá abajo, rodeando el barranco por los pinares. ¡No queda otro recurso, con mil demonios! replicó Juan Claudio. Y algo más tranquilo añadió: Oye, Marcos, te aborrezco hasta la muerte. Habíamos vencido, y por tu culpa todo está como antes. ¡Si se frustra tu ataque, los dos nos cortaremos la cabeza!

La aprobación de Juanito templó las iras del viejo. No creas por eso que me forjo ilusiones. Esto está muerto y bien muerto. No es culpa de los de allá, sino de la gente de aquí. Se acabó el buen gusto.

Eso quiero yo, Ana; saber... saberlo todo. Yo también padezco, yo también creí morirme, aquí mismo... sentado ahí... donde otras veces hablábamos del cielo... y de nosotros. Ana, yo soy de carne y hueso también; yo también necesito un alma hermana, pero fiel, no traidora.... , creí que moría.... ¿Por , por culpa mía, verdad? ¿Morir por ser yo traidora, si mentía, si me manchaba?...

Que sube el oro, que quiebra Schlingen, que se dan de palos en la Bolsa, que los emigrantes se van, que la carne está cara, y los alquileres suben, y los inquilinos no pagan... ¡el Gobierno tiene la culpa!

¡Pero qué atrevimiento, qué osadía! ¡En mi casa, en mi casa, venir a promover semejante escándalo! ¡Y pensar, doctor, que es mi marido quien tiene la culpa de todo! exclamaba mi tía mirando furibundamente a mi pobre tío, que durante toda la escena anterior se había conducido tan obtusamente, que no supo qué partido tomar con los que se marchaban y con los que se quedaban.

Las cartas bastaron, no obstante, para que el Conde tuviera escenas espantosas con su mujer. Si las cartas le hubiesen probado su culpa, el Conde la hubiera asesinado. Como las cartas no eran más que un indicio, el Conde se limitó a atormentar a su mujer y a desconfiar de ella y a vigilarla. Esta mujer fue desde entonces la espía, la acompañante, la dueña, la negra sombra de la Condesa.

Pero yo me hallaba en tan buena disposición de espíritu, que la escuchaba sin disgusto. La hermana San Sulpicio me miraba en tanto con ojos de compasión: parecían decirme: «¡Pobre señor! Conste que yo no tengo la culpa». De vez en cuando fijaba los míos en ella, y también procuraba decirle tácitamente: «No me compadezca usted; me encuentro muy bien.

Aquellos buenos hombres llegaron a él, y dando voces le despertaron y le suplicaron quisiese socorrer a aquel pobre que estaba muriendo, y que no mirase a las cosas pasadas ni a sus dichos malos, pues ya dellos tenía el pago; mas si en algo podría aprovechar para librarle del peligro y pasión que padecía, por amor de Dios lo hiciese, pues ellos veían clara la culpa del culpado y la verdad y bondad suya, pues a su petición y venganza el Señor no alargó el castigo.

... ya me acuerdo. ¡Qué día! ¿Sabes que me echaron porque decían que había entrado un hombre en la casa? ¿Sabes? ... ¡Qué malas son! ¿Y no entró? entró, ... ¿pero yo qué culpa tenía? Ellas dicen que entró por . ¡Qué malas son! ¿Y no entró por ti? ¿Por mi? contestó Clara con la voz entrecortada y muy débil. ¿Por mi? Después se detuvo como recordando, y dijo: , por mi.