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Sobre todo, su admiración no conoció límites, cuando les armó un fuego contra un árbol y les enseñó otros secretos de la vida de monte. Al cabo de dos ociosas y felices horas de locuras, encontrose tendido a los pies de la profesora, contemplando su rostro, mientras ella, sentada en la pendiente de la cuesta, tejía coronas de laurel con el regazo lleno de mil variadas flores.

Se hallaba en lo más alto de una cuesta, y a cien metros de distancia, en el fondo de un valle, se veía un pueblo. Por fin se resolvió a continuar su camino porque la sed le devoraba, y en aquel pueblo debía haber agua. Llegó al pueblo cuyas desiertas calles recibían de plano ese sol abrasador de un día del mes de julio.

¿Ves estas papeletas verdes? dijo a Gabriel . Pues son las más caras: dos pesetas cuesta cada una. Con ellas puede verse lo más importante: el Tesoro, la capilla de la Virgen, el Ochavo con sus reliquias, únicas en el mundo.

Todos los días y a todas horas se hablaba de los oficiales que habían huído de Madrid para unirse a los ejércitos de Cuesta o de Blake, y cuando se tropezaba con un militar o con algún joven paisano de buen porte y bríos, no se le hacia otra pregunta que ésta: «¿Usted cuándo se vaLas familias de las víctimas se habían olvidado ya de rezar por los muertos, y pensaban en equipar a los vivos.

Entonces vio de lejos entre los arbustos a su pobre compañero, a quien el feroz animal levantaba una y otra vez por alto. Stein extendía sus brazos hacia el leal animal, y repetía sollozando: «¡Pobre, pobre Treu! ¡Mi único amigo! ¡Qué bien mereces tu nombre! ¡Cuán caro te cuesta el amor que tuviste a tus amos

Nos libra de una tutela enojosa, molestísimaEsto es un decir, Urbano, un suponer... DON URBANO. ¿Te sientes mal? ¿Necesitas algo? CUESTA. No... Este maldito corazón no se lleva bien con la voluntad. DON URBANO. Descansa, hombre. Por qué no te echas un rato?... CUESTA. ¿Pero sabes lo que tengo que hacer? DON URBANO. Escríbelas aquí. CUESTA. ... Aquí me instalo.

Pero ¿quién puede hacer el balance de los fusilamientos ordenados allá por unos y por otros? ¡He visto tantos!... ¡Cuesta tan poco dar una orden que suprime á un hombre!... Nunca tuve con él motivos de queja. ¡Excelente muchacho!

-Alto, pues; sea ansí -dijo Sancho-, y a Dios prazga que nos suceda bien, y que se llegue ya el tiempo de ganar esta ínsula que tan cara me cuesta, y muérame yo luego. -Ya te he dicho, Sancho, que no te eso cuidado alguno; que, cuando faltare ínsula, ahí está el reino de Dinamarca o el de Soliadisa, que te vendrán como anillo al dedo; y más, que, por ser en tierra firme, te debes más alegrar.

Creo que yo para... vuecencia... soy... así, como una cosa que se tiene por vanidad... porque cuesta muy cara. ¡Oh! ¡oh!

Mi marido nació para cursi y morirá en olor de santidad». Esto no quitaba que le envidiase, pues iba viendo los sinsabores que trae y lo caro que cuesta el no querer ser cursi. La infeliz estaba rodeada de peligros, llena de zozobras y remordimientos, mientras su esposo dormía tranquilo al lado del abismo. Dormía como si tuviera muy lejos la vergüenza que tan próxima estaba realmente.