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En esta galería nadie trabajará ni nadie pasará hasta que yo abra otra chimenea, y tardaré lo menos quince días. ¡Figúrate si hay tiempo para que se pudra ese cuerpecito amasado con rosas y leche!

Y por la mañana me llevarás a misa... y después... después unas vueltas entre calles para lucir este cuerpecito... Daba saltos de alegría y batía las palmas la revoltosa niña, tanto por la perspectiva de aquella bienandanza como por ver a su hermana feliz; porque en el fondo no era mala, aunque Timoteo la apellidase casi todas las noches ingrata y orgullosa con el violín.

Ya nos habíamos permitido nosotros contar con ese factor en los cálculos que hemos venido haciendo por el camino; pero, inocente de Dios, ¿sabe usted con quién trata? ¿conoce usted los ánimos, los bríos y los propósitos que hay en ese cuerpecito que se abarca por la cintura con la llave de la mano? ¡Ay, amigo don Claudio! usted y yo, para sopas y buen vino.

Pero Perla no hizo caso de las amenazas de su madre, como no lo había hecho de sus palabras afectuosas, sino que rompió en un arrebato de cólera, gesticulando violentamente y agitando su cuerpecito con las más extravagantes contorsiones, acompañando esta explosión de ira de agudos gritos que repercutió la selva por todas partes; de modo que á pesar de lo sola que estaba en su infantil é incomprensible furor, parecía que una oculta multitud la acompañaba y hasta la alentaba en sus acciones.

El estado del pobre niño inspiraría compasión a una fiera. Pálido el rostro como la cera y descompuesto, los ojos extraviados por el terror, los labios amoratados, las manos trémulas, todo su cuerpecito agitado por un intenso temblor, parecía realmente que iba a exhalar el último suspiro. Ya no hablaba, ya no imploraba como antes.

Al cuerpecito de una niña presumida y muy ataviada lo llamó colmena de Lucifer, cuya miel endulza el veneno, y de donde salen las abejas y los zánganos de punzantes aguijones, o sea un maldito enjambre de vicios, pecados y sandeces.

Agregar a esto, un cuerpecito raquítico, enflaquecido, de carnes amojamadas, sobre unas piernas de alambre, que se movían nerviosamente: todas las trazas del doctor Eneene eran las de un boticario retirado, y boticario de pueblo, por añadidura; allí no se veían rastros del pensador, ni del hombre de Estado, ni del tribuno, ni de nada de esto; y si su aspecto exterior no lo decía, menos lo denunciaba su conversación, vulgarísima, sin una idea que flotara en aquel mar de lugares comunes, sin una chispa que revelara la inteligencia, a obscuras, o la ilustración, a ciegas.

Lo dicho. ¿Te parece ni medio decente que una mujer que te da su cuerpecito haiga de estarse siempre pidiendo como chico goloso? quieres mucho mimo por poco trigo. No podemos seguir así. Me das para vivir con decoro o despejas la plaza. Ya te doy cuanto puedo..., todo lo que puedo. Pues en vez de esas roñoserías es preciso que me pases una cosa fija cada mes, como hacen todos los caballeros.

¡Pobre mujer!... ¡Pobre amiga!... exclamaba la Baronesa. Pero ¿por qué?... ¿Cómo ha podido?... ¿Y no ha escrito nada? ¿No han encontrado algo dejado por ella?... Tiene que haber algo... buscando... ¿Murió en el instante?... Sufría, es cierto; ¡pero no tanto que no pudiera resistir!... Era fuerte, una mujer muy fuerte, a pesar de su cuerpecito tenue y delicado... Los dolores morales...

La mampara volvió a abrirse, y apareció primero una chistera descomunal, luego una cara de muñeco llorón y por último un cuerpecito ataviado de larga levita, y botas altas, que todo él hubiera cabido, como en una funda, dentro del sombrero de copa; era el lacayo de Jacinto, que traía el faetón.