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Pero Frasquito, por Dios, ¿para qué quiere usted espuelas? Ya... es que va a salir a caballo dijo Obdulia gozosa . ¿Pasará por aquí? ¡Ay, qué pena no verle!... ¿Pero a quién se le ocurre vivir en este cuartucho interior, sin un solo agujero a la calle?

Sin embargo, este D. Casiano, cuando se encerraba en el cuartucho polvoriento y fementido que le servía de despacho y se colocaba delante de su mesa atestada de expedientes, no resultaba un hombre primitivo, sino bien refinado.

Cada Oficial, sin esto, hizo su alambico para su casa, y muchos vivanderos hicieron los suyos, con que sacaban agua para vender. Vendíanla al principio á un real el cuartucho; después fué faltando leña, y vino á valer á dos reales el cuartucho, ques media azumbre de la medida de España. Esta agua fué muy gran parte á que no muriese mucha más gente de la que murió.

Antes de encerrarse en un cuartucho de la «Posada de la Sangre» el antiguo «Mesón del Sevillano», habitado por Cervantes había sentido una ansiosa necesidad de ver la catedral; y pasó más de una hora en torno de ella, oyendo el ladrido del perro que guardaba el templo y rugía alarmado al percibir ruido de pasos en las callejuelas inmediatas, muertas y silenciosas. No había podido dormir.

Montenegro encargó su comida, y el criado puso la mesa en aquel cuartucho, que olía a vino, y, por lo menguado, parecía un camarote. Poco después volvió con una gran batea llena de cañas. Era un obsequio de don Luis. El señorito dijo el camarero se ha enterado de que están aquí, y les envía esto. Además, pueden ustedes tomar lo que gusten; todo está pagado.

El viejo y su protegido se recluían en la cocina con una inquietud de culpables. Pasos y voces en la cubierta alteraban su conversación. «¡Escóndete!» Y Esteban se metía debajo de una mesa ó se ocultaba en el cuartucho de las provisiones, mientras el cocinero salía al encuentro del recién llegado con una cara seráfica. Algunas veces era Tòni, y el muchacho osaba salir, contando con su silencio.

Viendo D. Alvaro este gran desorden, hizo echar bando que cualquiera que matase uno destos que se iban al campo de los turcos, le diesen seis escudos, y así mataron algunos, y así no se huían tantos, y acaeció alguna vez que yendo á matar á los que se iban huyendo desta manera, los que iban tras ellos con sus armas para matallos, se huían también y se pasaban á los turcos, y había muchos que deseaban esta ocasión para huirse; y como los turcos vieron que los cristianos mataban aquéllos que se pasaban á su campo, en saliendo alguno, venían prestamente á defenderle, y al que tomaban á la hora le vendían, y ningún día había que entre día y noche que así de las galeras como del fuerte no se huyesen de 25 hasta 30 hombres, y destos, porque los turcos tenían relación cada hora de lo que se hacía de dentro del fuerte y en las galeras, y habían de mar y tierra aviso de todo, y la causa porque se huían era porque no les bastaba el agua que les daban, y porque era salada y les ponía más sed, y eran forzados de escoger este partido de irse con gran peligro de su vida á beber del agua de la gruta, la cual asimismo era salada, mas tan fresca, que con todo eso bebían hasta hartarse; mas pocos de éstos escapaban, y tenían por menos mal éstos ser captivos, que verse morir sin tener otro remedio, y no había día que por falta del agua de los enfermos y heridos no muriesen 25 ó 30 personas, y vinieron á comer los asnos y los caballos de una compañía que allí quedó, de la cual era capitán Bernardo de Quirós, y asimismo comieron los camellos que habían tomado á los moros, y una gallina se vendía por siete escudos, y no se hallaba, para los enfermos y heridos, y un cuartucho de agua de la cisterna se vendía, vez había, por medio escudo ó uno de oro.

Gabriel, encerrado en aquel cuartucho, sin más oyente que el maestro de capilla, olvida la discreción que se había impuesto para conservar su existencia tranquila en la catedral. Podía hablar sin miedo en presencia del artista, y hablaba ardorosamente de los reyes españoles y de la tristeza que habían infiltrado en el país.

Cuando llegamos a casa, me miró fijamente, como si yo fuese una persona mayor. «Oye, Luis me dijo , y acuérdate bien de esto. En el mundo no hay más que un "Señor": Nuestro Señor Jesucristo, y dos "señoritos": Galileo y Beethoven...» El músico miró amorosamente el busto de yeso que desde una rinconera contemplaba el cuartucho con entrecejo de león y ojos huraños de sordo.

En cuanto a Leto, que se había pasado la noche en claro, después de la larga entrevista que tuvo con su padre recién llegado de Peleches, estaba encerrado en el cuartucho de la trastienda con El Fénix Villavejano. Por bajar a la botica se le entregó el mancebo con una mano, poniendo el índice de la otra, y sin hablar una palabra, sobre el renglón en que se leía: Percance grave.