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Había en la gran sala un ambiente de intimidad y una elegancia sutil: el decorado, los tapices de tonos oscuros, los muebles severos y el conjunto de los pequeños objetos de adorno, se caracterizaban por una singular ausencia de cualquier detalle demasiado llamativo u ostentoso.

Últimamente despues de haber hecho grandes daños en toda la Provincia, se hicieron fuertes en las ruinas de la antigua Casandria, uno de los mejores puestos de toda la Provincia, por estar vecino al mar, y toda la comarca de aquel cabo fértil y apacible, por los muchos senos, y entradas que el mar hace y de donde fácilmente, ó por lo ménos con más comodidad que de otro cualquier lugar, podian hacer sus entradas la tierra á dentro, y tener á Tesalónica cabeza de la provincia en continuo recelo de su daño.

¡Pero señor!..., ¡el pobre Juan está enfermo!..., ¡mañana no hablará más!..., ¡por caridad, vaya a verlo! ¡No puedo y no puedo!... ¡Le haremos cualquier demostración!... ¡Tenemos dinero! ¿Dinero?..., ¿cuánto me dará? ¡Doscientos pesos! Bueno... ¿dónde está la casa? Aquí cerca... calle Paraná número setenta.

Pero nosotros no seremos tan tontos que les sigamos hasta aquella altura. Apostaría cualquier cosa a que en aquel bosque de eucaliptos está escondida la tribu entera, dispuesta a echársenos encima. ¿Sabrán que tenemos prisionero a su jefe? Desde luego lo sospechan. Con que, vamos, Cornelio; envía una bala a esos hierbajos.

En la primera de las banquetas de detrás, María Valdivieso, Paco Vélez y Gorito Sardona reían a carcajadas, disputándose el honor de soplar con alientos de buzo en la sonora corneta, avisando a los pacíficos aldeanos y a los mensurados bueyes, a las modestas cestas de camino y a las chillonas carretas cargadas de helechos, que se quitasen de en medio, que se echasen a un lado y se tirasen todos de cabeza por cualquier barranco, porque el mail-coach, con seis caballos, de la excelentísima señora condesa de Albornoz, necesitaba libre toda la carretera de Guipúzcoa.

Casarme con cualquier hombre honrado... Juan Bou me ofreció su mano, y aunque me gusta poco, es un hombre de mérito... ¿Casarte...? con el monstruo, con el dragón...».

También le he hecho una bizma para la cintura que vale cualquier dinero. Yo soy así; al que me entra por el ojo derecho, le doy hasta la camisa. ¡Y si viera usted qué cariño me ha tomado Ponce!

Además tenían prevención para vigilar a cualquier persona desconocida que transitase por las calles. Entre los vecinos se había convenido juiciosamente no dejar la acera a nadie desde las diez en adelante como no fuese a un amigo. Sabida es de todos la enorme influencia que tiene en la criminalidad esta costumbre de dejar la acera.

Tanto se envalentonó don Juan a consecuencia de la entrevista en la Moncloa que, por conducto de Julia, envió a su hermosa deseada la carta siguiente: «Cristeta de mi vida: No renuncio a que hablemos en lugar seguro. Tu marido está muy lejos de Madrid, y nada tiene de particular que una señora pase a cualquier hora del día por esta calle. Aquí en mi casa te aguardo mañana a las tres.

Digo que oyeron que daban unos golpes a compás, con un cierto crujir de hierros y cadenas, que, acompañados del furioso estruendo del agua, que pusieran pavor a cualquier otro corazón que no fuera el de don Quijote.