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El otro, con la cabeza gris y el bigote extrañamente rubio, pequeño de cuerpo y de un perfil aquilino, se decía francés y vivía en París; pero hablaba el alemán con tanta soltura y estaba tan habituado a los usos germánicos, que los del buque, creyéndolo compatriota, habían colocado ante su cubierto la bandera del Imperio.

Si la ría pudiera ruborizarse no dejaría de hacerlo al oírse calificar tan hiperbólicamente de inmensa llanura, si no es que creyéndolo broma de mal género lo echase a mala parte y se enojase seriamente. De todos modos, el viento se encargó de vengarla arrebatando de improviso el sombrero del inspirado cantante y cortando el arroyuelo, por no decir el torrente, de su voz.

Y después venían las horas de inquietud por la ausencia de su marido, unas tardes interminables, de angustia, esperando al hombre que nunca regresaba, saliendo á la puerta de la barraca para explorar el camino, estremeciéndose cada vez que sonaba á lo lejos algún disparo de los cazadores de golondrinas, creyéndolo el principio de una tragedia, el tiro que destrozaba la cabeza del jefe de la familia ó que le abría las puertas del presidio.

El empleado sonrió ante esta protesta de la dignidad profesional, y siguió presentando a los otros. Un muchacho cabezudo, con ojos azorados y chaquetón de paño pardo, era el Paleto. Le habían traído por robar un corsé. Miraba a Maltrana con ojos de víctima moribunda, creyéndolo un señor poderoso.

Parecía imposible que un organismo humano pudiera resistir tanto golpe, que en su cuerpo débil cupiesen tantos quebrantos, sin que él se viniera abajo. Con la solidaridad de todos los que arrostran el peligro, repelía la gloria individual. Hablaba de la Legión como el soldado habla de su regimiento, como el marino habla de su buque, creyéndolo el mejor de todos.

El amante piensa entonces en los medios más eficaces para la consecución de su propósito, y resuelve, creyéndolo más acertado, seguir el consejo de la diosa y recurrir á una vieja alcahueta, famosa por su astucia. Acto tercero. La vieja viene á la casa de Pamphilo, y oye de sus labios el nombre de la bella, á quien ama, después de prometerle la mayor reserva.

Para economizar su uso, defendía los postizos de su cabeza rubia con una variedad de gasas de colores adquiridas en los montones de los grandes almacenes de París. Al saber que Isidro iba como ella a la Argentina, le había preguntado por la próxima cosecha, creyéndolo un propietario de aquel país.

Emma gozaba también, sin darse cuenta clara de ello, creyéndolo vagamente; saboreaba aquel holocausto de amor problemático con la incertidumbre de una música lejana que ya suena, no se sabe si en la aprensión o en el oído.

Quería restablecer las cordiales relaciones de otros tiempos; hacerse perdonar todo lo pasado; que ella no le mirase con odio, creyéndolo responsable de la muerte de su hijo. En realidad era la única mujer que le había amado sinceramente, como ella podía amar, sin brusquedades y exageraciones pasionales, con la tranquilidad de una compañera. Las otras no existían.

Hay allí un complicado y curioso instrumento moderno, que Pablo, creyéndolo antiguo, lo ha hecho traer, para tocarnos en él no qué danzas, también muy modernas... pavanas y gavotas. El instrumento es llamado «clavicordio». Doña Inés lo conocía y está encantada. ¡Cómo! ¿Doña Inés y Pablo están tocando el clavicuerno?... ¡Cla-vi-cor-dio!