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Anduvo triste y malhumorada todo el día siguiente. Al anochecer se encontró en la taberna con el tío Crainqueville. Aunque el verdulero filósofo hablaba poco y pasaba entre las personas y las cosas sin preocuparse de ellas, pareció interesarse por los actos de su vieja camarada. La había observado silenciosamente. Desde hacía unos días era otra mujer.

Adiós, Crainqueville; mi nieto me espera. Para el pobre no hay fiestas. Esta noche trabajará como todas. El filósofo ambulante, que había terminado por aceptar la vida ilusoria de su compañera, creyó del caso darle algunos consejos. Te estás matando. Apenas comes; bebes demasiado. Gastas tu dinero exageradamente; vas á perder tu capital.

Tal vez es porque he visto dos guerras.... Pero no hablemos de la guerra. El tío Crainqueville se negó á entrar, y eso que yo pagaba. No en realidad qué es lo que le gusta. Todo le hace sonreír con aire de lástima.

El silencio del aludido quiso demostrar á la vieja lo inoportuna que era su pregunta. Pero ella continuó, con cierta precipitación que revelaba la proximidad de la parte más interesante de su relato. Hoy, al anochecer, estuve en la taberna con el tío Crainqueville. El señor comisario debe conocerlo. Sus desgracias andan escritas en libros y comedias.

Allí estaba Crainqueville, solitario y silencioso, sentado ante un vaso vacío, cuyo fondo contemplaba tristemente. También te convido á ti dijo la vieja . Hoy es un gran día. ¡La paz! ¿Qué dices de la paz? Crainqueville levantó los hombros. Luego, animado por la vista del nuevo vaso que le ofrecía su amiga, se dignó hablar.

Gastaba mucho dinero; convidaba á todo el mundo; llegaba tarde á los Mercados, comprando lo más caro y lo peor, para vender luego al público con mayor baratura que los demás. Te vas á arruinar, estás gastando tu capital. Pero no obstante sus consejos, siguió bebiendo todos los vasos que quiso ofrecerle la vieja. A las ocho, ésta se mostró impaciente. Adiós, Crainqueville.

Es un palacio con una cúpula, donde dan recetas para que la gente rica pueda hablar bien. El comisario se incorporó en su sillón, impulsado por la sorpresa. Aquel taller de sabios á la orilla del Sena era sin duda la Academia Francesa; la casa de la cúpula, el Instituto; y el tal Anatole no podía ser otro que Anatole France. ¿Pero existe el tío Crainqueville? preguntó con incredulidad.