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Y hétenos escapados sin pedir permiso, seguidos por el cura que nos lanzaba miradas casi lúgubres pensando que su querida ovejita estaba en vías de descarrilarse. Corríamos como niños por entre las hierbas húmedas, empapándonos los pies y las piernas y riendo a carcajadas.

Formamos el proyecto de hacer esa excursión penosa, pero mucha gente conocedora de la localidad nos hizo desistir de la idea, persuadiéndonos de que aquella enorme masa de vapores desprendidos del choque, hacía la tierra tan sumamente permeable y pantanosa, que corríamos riesgo de hundirnos, o en todo caso, de no llegar al punto deseado.

Su inocencia era un velo espeso, que nos impedía ver el riesgo que corríamos. En poco tiempo me contó una infinidad de cosas. Era de Jerez; no hacía más que un año que estaban en Madrid establecidos; su papá ocupaba un alto empleo; tenía dos hermanitos y una hermanita.

Los muchachos celebramos el cataclismo como un acontecimiento fausto, corríamos por los pasillos brincando de alegría, nos comunicábamos en voz baja noticias a cual más estupendas, y mirábamos por los balcones lo que pasaba en la calle, cuando la vigilancia de los superiores lo consentía.

Yo tenía diez y ocho años, un morrión con un águila de cobre, que le quité á un muerto, y un fusil más grande que yo. ¡Y el Flaire!... ¡Qué hombre! Ahora hablan del general tal y del cual. ¡Mentira, todo mentira! ¡Donde estaba el padre Nevot no podía existir otro! Había que verlo con el hábito arremangado, sobre su jaca, con sable corvo y pistolas. ¡Lo que corríamos!

La gradería de madera que conducía allí por la cual nos precipitábamos alegres; las plantas de lechugas que separaban las primeras propiedades de tierra que nos repartíamos entre todos los hermanos, y que cada uno cultivaba por su cuenta; el plátano bajo cuya sombra mi padre se sentaba rodeado de sus fieles perros de caza; los árboles bajo cuya fresca sombra mi madre rezaba el rosario mientras nosotros corríamos tras las mariposas; la pared que da frente al Mediodía, junto a la cual tomábamos el sol alineados como árboles de cercado; los dos viejos nogales, las tres lilas, las fresas coloreando por entre las hojas, las peras, las ciruelas, los melocotones glutinosos y brillantes con su goma dorada por el rocío de la mañana; el emparrado, que buscaba yo al mediodía para leer tranquilamente mis libros, con el recuerdo que dejaron en aquellas páginas leídas entre continuas impresiones y la memoria de las conversaciones íntimas tenidas entre este o aquel árbol; el sitio donde , y algunas veces di, mil adioses de despedida al abandonar aquellas soledades; el otro en el que nos encontramos al regreso, o que ocurrieron alguna de aquellas escenas tristes propias del drama conmovedor y tierno de la familia, donde vimos nublarse el rostro descarnado de nuestro padre y el de nuestra madre que nos perdonaba cuando arrodillados a sus pies escondíamos el nuestro entre los pliegues de su ropa; donde mi madre recibió la noticia de la muerte de una hija a quien amaba; y donde alzó los ojos al cielo pidiendo resignación... Estas ternezas, estas felicidades, estas imágenes, estos grupos, y, en fin, estas figuras, existen, andan, viven aún para en aquel pequeño cercado, vivificando mis días más felices.

Después emprendí de nuevo, acompañado de mis guías, bajo un sol glacial de invierno, que parecía un sarcasmo a la estación y al dolor, los nevados senderos de la montaña, en los que, a cada paso, corríamos un nuevo peligro de ser sepultados. Tenía necesidad de ir corriendo a consolar a mi padre. Nuestro invierno fue algo más que un simple y frío invierno...

La senda por donde corríamos al oír la campana que nos llamaba a misa primera. El banco en el que nos explicaba los misterios de la Pasión y nos definía a Dios, enseñándonoslo en el grano de trigo encerrado en sus gérmenes. En el racimo de uvas chorreando licor. La vaca transformando en leche el jugo de las plantas. En la roca que se abre naturalmente para dar paso a las aguas.

No quise hacer más objeciones, porque la idea de que corríamos un gran peligro me impedía ocupar la mente con pensamientos contrarios a los propios de tan crítica situación.

Mi tío pedía a gritos un médico, el vinagre y los sinapismos; y mientras éstos se aplicaban abundantemente en las piernas ciclópeas de la señora, don Benito y yo corríamos en busca de todos los médicos del barrio. Las señoras de la vecindad, algunas de las cuales eran de la relación de la familia, concurrieron inmediatamente al conocer la desesperación de mi tío.