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Sin contestar despojóse el hombre de su capa y se la entregó diciendo: Límpiala, que el señor de Roda me la ha llenado de vino. Tendría treinta y cuatro ó treinta y seis años; bajito, menudo, moreno, con barba negra sedosa, las facciones correctas, los ojos negros de una expresión resuelta y altiva. Había en su rostro atractivo. La figura, aunque exigua, proporcionada, y denotaba agilidad y brío.

Todos los años adquiría nuevas propiedades; sentía el estremecimiento del orgullo contemplando desde la montaña de San Salvador aquella ermita ¡ay! de tenaz recuerdo los grandes pedazos de tierra aquí y allá, cercados de verdes tapias, sobre los cuales extendíanse los naranjos en correctas filas. Todo era suyo; la dulzura de la posesión, la borrachera de la propiedad subíansele a la cabeza.

Vio la cama levantada, tiesa, muda, fresca, sin un pliegue; salió de la alcoba; en el despacho reparó el sofá de reps azul, las butacas, las correctas filas de libros amontonados sobre sillas y tablas por todas partes; se fijó en el orden de la mesa, en el del sillón, en el de las sillas. Parecía olfatear con los ojos.

Sus facciones, notablemente correctas y delicadas: perfil griego, frente pequeña y bonita, nariz recta, labios rojos un poco gruesos; la tez, un prodigio de la naturaleza, mezcla de alabastro y nácar, de rosas y leche, debajo de la cual corría la vida abundante y rica. Los cabellos, negros y brillantes, estaban sueltos, manchando con el aceite perfumado la almohada de batista.

En el comedor, y sentados a la mesa, estaban cuatro señores con los cuales cambié un ceremonioso saludo. Uno de ellos era hombre de unos cuarenta años, de fisonomía simpática, facciones correctas y barba castaña recortada. Supe después que se llamaba D. Alfredo Villa, nacido en Cádiz y comandante de infantería.