United States or Myanmar ? Vote for the TOP Country of the Week !


El, con el doctor Cornelius, miraba los dientes de los negros, estudiaba los músculos y las articulaciones; veía si tenían hinchado el vientre. Cuando yo doy un negro, un buen negro por mil duros, es que es una cosa excelente decía Zaldumbide ; y añadía : Antetodo la seriedad comercial. El género femenino de color no le gustaba al capitán, quizá por razones de moralidad.

En esto se nos acercó un barco que iba a la deriva de una manera desesperada. Nos hizo señales y nos preguntó si teníamos médico; le dijimos que no, y nos pidió quinina. Buscamos en el botiquín del doctor Cornelius, pero no había quinina. Lo único que pudimos enviarles fué unas cajas de . El barco aquél se hallaba apestado.

El doctor Cornelius era un hombre rechoncho, algo jorobado, triste y desagradable. Tenía barbuchas amarillas y deshilachadas, la expresión suspicaz y un color de manteca de Flandes. Decían que era judío. Llevaba una bata vieja y una gorra de pelo. El maestro Ewaldus tenía en su cuarto libros en todos los idiomas y hablaba muchas veces solo consigo mismo en latín.

El nuevo piloto quería presenciar el embarque de negros. Solíamos llevar las luces roja y verde reglamentarias, y al acercarnos a tierra se ponía un farol grande de luz blanca en el palo de proa. Un centinela se colocaba en el bauprés y avisaba cuando veía brillar un fanal rojo. Al momento, el intérprete, el doctor Cornelius y Zaldumbide iban a tierra con la chalupa.

Luego, cuando el pequeño Tommy venía con un sombrero de copa hasta las orejas y la nariz pintada de encarnado, andando con los piernas para adentro; cuando imitaba al capitán y al doctor Cornelius, entonces los negros comenzaban a reír, enseñando los dientes y soltando la quijada hasta el punto de que Tommy solía empujarles la mandíbula con cuidado para que la cerraran.

Se echaron los muertos de la última refriega al mar y se descolgó el cadáver de Zaldumbide y el del doctor Cornelius. A éste lo habían puesto una pipa en la boca y tenía el vientre hinchado. Se echaron también los cuerpos del capitán y del doctor a que sirvieran de pasto a los peces. Se cerraron las escotillas y se dieron órdenes para comenzar el arreglo de todo.

Con un cargamento tan ligero subimos hacia el norte con los alisios, teniendo que echar varias veces algunos viejos negros al mar para regalo de los tiburones, y, al pasar cerca de la isla de la Ascensión, estuvimos a pique de ser cazados por un crucero inglés. Los viajes de El Dragón tomaban un nuevo aspecto. Según algunos marineros, el doctor Cornelius había echado la maldición al barco.

Al hacerlo comprendimos que la tripulación estaba alborotada; pudimos retirar las bombas sin que nos atacaran. Los marineros fueron a ver al capitán enardecidos, como locos, con los ojos inyectados, fuera de las órbitas. El capitán repitió varias veces que no había agua, que se contentaran con la media ración. Dicho esto se sentó cerca de la ballenera a charlar con el doctor Cornelius.

Cuando se le preguntaba si, como hombre religioso, no sentía remordimientos por este robo, decía que no, porque lo había hecho con reservas mentales y sentido un gran propósito de enmienda. Otros dos tipos curiosos teníamos en el barco: el médico Ewaldus Hollenkind, a quien nosotros llamábamos el doctor Cornelius, y el pequeño Tommy, el grumete.

La cámara del capitán y la del teniente se hallaban bajo cubierta y tenían ventanas con rejas; delante de ellas estaba nuestra cámara y encima de las tres la sobrecámara, en el alcázar de popa, formando dos cuartos separados por un mamparo: uno que ocupaba el piloto, Franz Nissen, un dinamarqués que no hablaba nunca, y otro el médico, el doctor Cornelius.