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Las nubes pardas, opacas, anchas como estepas, venían del Oeste, tropezaban con las crestas de Corfín, se desgarraban y deshechas en agua, caían sobre Vetusta, unas en diagonales vertiginosas, como latigazos furibundos, como castigo bíblico; otras cachazudas, tranquilas, en delgados hilos verticales.

El manteo del Magistral las atraía, las arrastraba por la piedra en pos de con un ruido de marejada rítmico y gárrulo. Allí se veía ya mucho cielo; todo azul; enfrente la silueta del Corfín, azulada también.

Ahora los ratones roían las tablas de los estantes y la consunción roía las entrañas del tendero. Murió al amanecer. Las nieblas de Corfín dormían todavía sobre los tejados y a lo largo de las calles de Vetusta. La mañana estaba templada y húmeda. La luz cenicienta penetraba por todas las rendijas como un polvo pegajoso y sucio.

El sol sesgaba el ambiente en que parecía flotar polvo luminoso, detrás del cual aparecía el Corfín con un tinte cárdeno. Ana se sentó sobre las raíces descubiertas de un castaño que daba sombra a la fuente.

«¡Soy un miserable, soy un miserablegritaba por dentro Quintanar mientras el tren volaba y Vetusta se quedaba allá lejos; tan lejos, que detrás de las lomas y de los árboles desnudos ya sólo se veía la torre de la catedral, como un gallardete negro destacándose en el fondo blanquecino de Corfín, envuelto por la niebla que el sol tibio iluminaba de soslayo.

Pasaban y venían otras, y después otras que parecían las de antes, que habían dado la vuelta al mundo para desgarrarse en Corfín otra vez.

Aquello era la alegría, la vida. «¡Capellanías, bulas, medias annatas, reservas! ¿qué tenía que ver el mundo, el ancho, el hermoso mundo con todo eso? ¿Sabía aquel gigante de piedra, el Corfín grave, majestuoso, tranquilo, lo que eran agencias ni si la había de preces, ni por qué costaba dinero el sacar licencias de cualquier cosa?».

Sobre la sierra, cuyo perfil señalaba una faja de vapor tenue y luminoso, brillaban las estrellas del carro, la Osa mayor, y Aldebarán, por la parte del Corfín, casi rozando la cresta más alta de la cordillera obscura, lucía solitario en una región desierta del cielo.

Las nubes eternas del Corfín habían vertido todos sus humores en Marzo y en Abril. Los vetustenses salían a la calle como el cuervo de Noé pudo salir del arca, y todos se explicaban que no hubiera vuelto. Después de dos meses pasados debajo del agua, ¡era tan dulce ver el cielo azul, respirar aire y pasearse por prados verdes cubiertos de belloritas que parecen chispas del sol!

La mañana seguía cenicienta; nubes y más nubes plomizas salían como de un telar de los picos y mesetas del Corfín, caían sobre la sierra, se arrastraban por sus cumbres, resbalaban hacia Vetusta y llenaban el espacio de una tristeza gris, muda y sorda. «No hace frío», observó Frígilis al llegar a la estación. No llevaba más abrigo que su bufanda a cuadros.