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Eran un clérigo que parecía seglar y un seglar que parecía clérigo; mal afeitados los dos, peor el sacerdote, que mostraba el rostro lleno de púas negras ásperas; vestían ambos de paisano, pero como los curas de aldea; el alzacuello del clérigo era blanco y estaba manchado con vino tinto y sudor grasiento; el cuello de la camisa del otro parecía también un alzacuello; usaba corbatín negro abrochado en el cogote.

Eran tres, lo único que quedaba ya de los Butibambas de Villavieja: un señor don Gonzalo, alto, huesudo y pálido, con la cabeza calva y la cara muy rasurada, tieso corbatín y levita negra muy ceñida, bastante pasada de moda y de uso.

Vestía levita de paño oscuro, pantalón ceñido con trabillas, chaleco de terciopelo labrado y alto cuello de camisa con corbatín de suela: sobre la cabeza un gorro de terciopelo. Allá lejos, arrimadas á la puerta de su huerta, acertó á ver dos zagalas á quienes la luz de la hoguera iluminaba el rostro de lleno. Ningún otro alumbraba más hermoso en aquel momento.

Don Román vestía su eterno traje, su traje típico: pantalones anchos; larga levita negra, verduzca y mugrienta; chaleco blanco, pringado de rapé en las solapas; el cuello de la camisa altísimo, arrugado, sin almidón; ancho y apretado corbatín.

El tío Goro de Canzana era un hombre solemne, instruído, que fumaba en pipa y dejaba crecer la barba por el cuello á guisa de corbatín. Hablaba poco, como todos los hombres que reflexionan mucho, pero sus palabras eran oráculos, sobre todo para su digna esposa la señá Felicia. No tenía más que una pasión en su vida: la lectura. Durante la semana no podía satisfacerla: las faenas agrícolas en que se ocupaba lo impedían. Pero así que llegaba el domingo solía darse un hartazgo que le dejaba consolado y esclarecido hasta el domingo siguiente. Después que salía de misa se pasaba por casa del capitán.

En esto salió don Adrián con la levita nueva, bastón de caña, sombrero de copa muy alto, y dos dedos de cuello de camisa fuera del corbatín; se arrimó al grupo y saludó muy cortés a los señores; apareció el juez e hizo lo mismo; después Rufita González con su madre; casi al mismo tiempo Codillo y las tres Indianas, y enseguida hasta otra docena más de los notables que habían hecho ya la visita obligada a Peleches.

A la derecha del capitán, que sudaba, no tinta, sino brea, embutido en un corbatín y una americana negra, se encontraba sentada una empleada que respondía al nombre de Bertita: ojos melados, negros, grandes, y velados de largas pestañas; pelo fino, lustroso, abundante, negro como sus ojos; nariz pequeña y un tanto arremangada, símbolo de burla; labios finos; dientes, aunque de mortales huesos, y no de perlas, compactos, blancos é iguales; tez morena; seno alto y exuberante; manos redondas y pequeñas, y sonrisa marcadamente picaresca, constituían el distinguido conjunto de Bertita, que vestía ligera y limpia bata de viaje, recogido sombrero de terciopelo con pluma, cuello y puños á la marinera, cinturón de piel de Rusia, y diminutas botitas color café. ¿Les gusta á ustedes el tipo?

Ora nos codea el steward, sonriéndonos con malicia porque nos muestra suspendida del brazo la Calipso a quien ha consignado todos los chelines escamotados en la navegacion, y porque en vez de la humilde servilleta, esa blanca y prosáica librea del comedor flotante, ostenta una levita azul de botones amarillos ó blancos, la cachucha del doméstico marino y el estrecho corbatín del dandy.

Calzaba medias azules y zapatillas de «cintos» negros y tenía echado sobre los hombros un gabanote obscuro, forrado de tartán de muchos colores. Nada de corbatín ni siquiera de cuello alto ni planchado.

Cerrando el glorioso desfile, casi a ras de los muebles, estaban los últimos Febrer de principios del siglo XIX, oficiales de la Armada, de cortas patillas, rizos sobre la frente, alto cuello con anclas de oro y negro corbatín, que habían peleado en el cabo de San Vicente y en Trafalgar; y tras ellos el bisabuelo de Jaime, un viejo de ojos duros y boca desdeñosa, que al volver Fernando VII de su cautiverio en Francia se había embarcado para prosternarse a sus pies en Valencia, pidiendo con otros grandes señores que restableciese los usos antiguos y exterminase la naciente plaga del liberalismo.