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Acababa de hacer su compra doña Manuela, cuando hubo de volver la cabeza sintiendo en la espalda una amistosa palmada. Era un señor entrado en años, con un sombrero de cuadrada copa, de forma tan rara, que debía pertenecer a una moda remota, si es que tal moda había existido.

Cuando le hablaba, tenía que levantar la cabeza, tanto como si hubiese querido examinar la copa de un álamo. Era de origen plebeyo, y como la mayoría de los de su raza, estimaba más que cualquier otra cualidad la fuerza física y profesaba por mi mezquina persona un profundo desprecio.

El mismo señor de Maurescamp, que era siempre sobrio en la bebida pero aquel día había vaciado su copa algo más de lo conveniente, parecía libre de las nubes que desde algún tiempo atrás ofuscaban su mente. Tal vez festejaba secretamente la partida de sus huéspedes importunos.

Frígilis y Quintanar pasaron el río en una barca, comenzaron a subir una colina coronada por una aldea de casas blancas separadas por pomaradas y laureles, pinos de copa redonda y ancha y álamos esbeltos.

Con mayor furia todavía, tomó el sombrero y empezó a despedazarlo con gran coraje, pero, he aquí, que encontró, entre el forro y la copa, algo duro, una piedra, efectivamente, más grande que un huevo de gallina, aunque no tanto como uno de avestruz; era roja como la sangra de un pichón y brillaba al sol de una manera sorprendente. Era nada menos que un rubí.

En tal momento se alzó de su silla el médico de las minas, y después de pasear su negra mirada agresiva por los comensales, alzó una copa y dijo: El egregio duque de Requena nos acaba de decir, con una modestia que le honra, que el secreto de su fortuna estaba simplemente en el trabajo y la honradez. Permitidme que lo dude.

8 Y el cuarto ángel derramó su copa contra el sol, y le fue dado que afligiese a los hombres con calor por fuego. 9 Y los hombres se inflamaron con el gran calor, y blasfemaron el nombre de Dios, que tiene potestad sobre estas plagas, y no se enmendaron para darle gloria.

Detrás de él aparecieron dos caballeros con levita y sombrero de copa. El uno alto, rubio, con larga barba que le llegaba hasta la mitad del pecho, fisonomía abierta y simpática; joven aún. El otro más bajo y más delgado, de color enfermizo, barba rala y gafas. El primero era un médico distinguido de la población.

Desaparecían los bocados entre sus labios de rosa sin dejar huella de su paso; funcionaban sus mandíbulas sin que este gesto disminuyese la hermosa serenidad del rostro; llevábase la copa a la boca sin que la más leve gota de líquido quedase como perla de color en sus comisuras. Así comían seguramente las diosas.

Mientras hoy, con un vaso de cerveza a cuestas, o una copa vergonzante de bitter de Torino, hasta al gigante Goliath le rebanamos la cabeza hablamos de a Cristo, y un piropo le echa a una dama el último galopo. ¡La diferencia es nada! ¿Ganamos o perdemos, camarada? Basta de digresión y adelante con los faroles.