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El Nacional iba a caer también; no podía salirse de entre los cuernos: la fiera le llevaba ya casi enganchado... Gritaban los hombres, como si sus gritos pudieran servir de auxilio al perseguido; suspiraban de angustia las mujeres, volviendo la cara y agarrándose convulsas las manos; hasta que el banderillero, aprovechando un momento en que la fiera bajaba la cabeza para engancharle, se salió de entre los cuernos, quedando a un lado, mientras aquélla corría ciegamente conservando el capote desgarrado entre las astas.

Cuando terminó, levantóse vivamente del asiento, el rostro pálido, las manos convulsas, y salió con precipitación de la estancia. Al cruzar el pasillo para dirigirse a su cuarto, dos gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas.

Pero el duque retrocedió, y extendiendo al mismo tiempo sus manos convulsas, exclamó: ¡Fuera! ¡Fuera! ¡No te acerques! ¡Escucha, papá! ¡No te acerques, ingrata, perversa! repitió el duque con voz temblorosa y tono melodramático. Fuera de aquí, sin vergüenza. ¿Tiene usted valor para presentarse después de lo que ha hecho con su padre? chilló la malagueña animada por la actitud del viejo.

Lo que sucedió poco después, va a referirlo la marquesa misma: «Se abrió rápidamente la puerta de escape, y apareció Luz delante de , de la manera más extraña: el pelo destrenzado y flotante sobre la espalda, y recogido lo demás en ancho lazo sobre cada sien; el blanco peinador mal ceñido a su cuerpo; entre las manos, convulsas, un papel, y la cara..., ¡oh!, el espanto, la ira, el dolor, la sorpresa, el desconsuelo... todo esto se podía leer en su cara transfigurada, y en su actitud resuelta e indecisa al mismo tiempo.

Antes de que él llegase llegaron, y ocultáronse en un soportal, amparados de la oscuridad, y allí esperaron con el oído en el silencio y las convulsas manos en las espadas.

Sus pies se despegaron del suelo, se sintió elevada; un impulso brutal la hizo caer de costado al pie de un naranjo, al mismo tiempo que en sus ropas se agitaban unas manos convulsas, estremecidas, que herían las carnes con caricias de fiera. Fue una lucha brutal, innoble que duró unos instantes. La walkyria reapareció en la mujer vencida.

Era su camarera, anunciándole que la señora de Lerne deseaba hablar un momento con la señora baronesa. ¡La señora de Lerne! , señora... ¿Diré que la señora está un poco enferma? La señora no tiene buen aspecto. Hazla entrar. La señora condesa de Lerne apareció, lívida, la mirada extraviada, todas las líneas de su cara hundidas, y convulsas.

Púsose lívida de repente, se le pintaron en la cara las angustias de otros días, y llevó hasta ella sus manos cruzadas y convulsas. Me movió a compasión la pobre mujer, y sentí remordimientos de haber sido yo el causante de aquella crisis amarga.

A media tarde recibió el correo don Alejandro; y en el correo, nueva carta de su sobrino Nacho, fechada la víspera en la ciudad. Debía llevar en ella, por su cuenta, dos días y medio. ¿Le anunciaría ya la salida para Peleches?... ¡Pues en temple estaba el horno para aquella clase de rosquillas! ¡Canástoles, qué lío! Leyó la carta, que era breve, y se le cayó de las manos convulsas.

Pero al desaparecer el último pantalón rojo, muchas manos se agarraron convulsas á los hierros de la verja, muchos pañuelos fueron mordidos con rechinamiento de dientes, muchas cabezas se ocultaron bajo el brazo con estertor angustioso. Y el señor Desnoyers envidió estas lágrimas.