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Yo sufría por ella y tanto como ella, pero le contesté con dulzura y logré hacerle comprender que su resentimiento era excesivo y hasta injusto, pues, al fin, la vanidad de la Marquesa de Oreve no hace daño a nadie más que a ella misma y en modo alguno al artista que la pinta como es.

Ciertamente le contesté, porque los hombres como usted venden en París sus ediciones. En París no habrá libros malos que no se lean, ni autores necios que se mueran de hambre. Desengáñese usted: en este país no se lee prosiguió diciendo. Y usted que de eso se queja, señor don Periquito, usted ¿qué lee? le hubiera podido preguntar. Todos nos quejamos de que no se lee, y ninguno leemos.

Pero se transparentaba bajo aquella tranquilidad algo de doloroso: se comprendía que la careta la hacía daño. ¿Con que hasta tal punto me había olvidado usted me dijo sonriendo que no me ha reconocido? Se ha transformado usted de una manera completa le contesté. Creo que quien se ha transformado es usted. ¡Yo! no por cierto, siempre el mismo, se lo juro a usted.

Me detalló la etiqueta de la Corte de Ruritania, prometiendo hallarse constantemente a mi lado para indicarme los personajes a quienes yo debía conocer y la mayor o menor ceremonia con que convenía recibirlos y tratarlos. Y a propósito me dijo, ¿supongo que es usted católico? No por cierto contesté.

Hay esperanzas, me dijo, de que Parsondes viva aún; pero, si ha muerto, es menester vengarle y castigar a su matador, que no puede ser otro que el rey Nanar. Tu sabiduría, señor, le contesté, es como la luz, que lo penetra y descubre todo.

Sin duda contesté ligeramente. Entonces, disponga del palco. De todos modos, hoy mismo salgo de París.

Hay marcadas sospechas contesté, aun cuando, según los médicos, ha muerto debido a causas puramente naturales. ¡Ah! ¡no creo! exclamó el monje, cerrando los puños fieramente. Uno de ellos ha conseguido al fin robar esa bolsita que él guardó siempre con tanto cuidado, y estoy convencido de que se ha cometido el asesinato para ocultar el robo. ¿Uno de cuáles? pregunté ansiosamente.

Le contesté que no la había conocido hasta aquel día, pero que me consideraba muy dichoso en conocerla, y para probar que era digno de ella, hablé en estilo lírico de las bellezas pintorescas que me habían llamado la atención durante el camino.

Recuerdo que un dia cierto baron ó conde muy estimable, me invitaba á dejarme presentar en Palacio para conocer la Corte de cerca y besar la mano á la reina. Le contesté riendo: «Señor mio, no tengo inconveniente en besarle la mano á una dama; por galantería; pero cuando la dama fuese reina, me sentiría humillado en mi altivez de republicano.

Permaneció un momento silenciosa, con su delicada barba fina apoyada sobre la palma de su mano, contemplando pensativamente el fuego. Luego, por fin, me preguntó: ¿Y qué ha sabido respecto a este misterioso italiano en cuyas manos me ha dejado mi padre? ¿Lo ha conocido usted? No, no lo he visto, Mabel contesté.